PREFACIO
La Voz de San Jorge parte del Centro de cultura
y civilidad de la Fundación Giorgio Cini, que tiene su sede en Venecia, ciudad
maravillosa, en esa isla situada frente a la placeta de San Marcos, y al Palacio Ducal, que las arquitecturas de
Buora, de Palladío y de Longhena, hoy resurgidas en su antiguo esplendor, han
circundado de tanta maravilla.
El Centro se propone hacer servir la cultura a la
civilidad o sea, en sencillas palabras, el saber
a la bondad. Debería ser este el destino del saber; pero no siempre las cosas
van como deberían ir. También el saber,
para poner un ejemplo, como la energía atómica, puede servir al bien
o al mal, a hacer que los hombres lleguen a ser más malos o más buenos, a hacer
levantar la cabeza en acto de soberbia o a hacerla inclinar en acto de
humildad.
Lo que, a tal objeto, se debería hacer este año
es razonar algo en torno al proceso penal. Un
tema científico, a primera vista, poco a propósito para una conversación con el
gran público, el cual, especialmente en la radio, tiene
ganas de divertirse. Pero aquí está precisamente el nudo de la cuestión, en
tema de civilidad. Divertirse quiere decir escapar de la vida cotidiana, la
cual es tan monótona, tan difícil, tan
amarga, que hace que resulte irresistible la necesidad de evasión. No estoy
fuera de la realidad hasta el extremo de no reconocer, e incluso de no
experimentar, esta modesta necesidad. Pero existe otra salida para evadirse,
además de la diversión. Es la salida opuesta; y dice el proverbio que
los extremos se tocan.
Esta salida es el recogimiento. Al fin y al cabo
no hay evasión más completa que la plegaria, que es la
forma exquisita del recogimiento. Mucha gente no lo sabe porque no prueba. Pero
quienes han probado el consuelo de la plegaria, saben lo que se ha de pensar
respecto de la diversión y del recogimiento.
Un poco en todos los tiempos, pero en la época
actual cada vez más interesa el proceso penal a la opinión pública. Los diarios ocupan
una buena parte de sus páginas con la crónica de los delitos y los procesos. Quien los lee, tiene
incluso la impresión de que, en este mundo, se produzcan muchos más delitos que buenas acciones.
Lo que ocurre es que los delitos se asemejan a las amapolas, que cuando hay una en
un campo, todos se dan cuenta de ella; y las buenas acciones se ocultan, como las violetas,
entre la yerba del prado. Si los diarios se ocupan con tanta asiduidad de los delitos y de los
procesos penales, es porque la gente se interesa mucho por ellos; sobre los procesos penales llamados célebres, se lanza
ávidamente la curiosidad del público. Y es también esta una forma de
diversión; se evade de la propia vida ocupándose de la vida de los demás; y la ocupación no es nunca
tan intensa como cuando la vida de los demás asume el aspecto del drama. Lo malo es que se
asiste al proceso de la misma manera en que se goza del espectáculo en el cinematógrafo, el cual, por lo demás, finge
con mucha frecuencia tanto el delito como el correspondiente proceso. Pero
puesto que la actitud del público respecto de los protagonistas del drama penal es la misma que
tenía en un tiempo la multitud frente a los gladiadores que combatían en el circo, y tiene
todavía, en ciertos países del mundo, frente a las corridas de toros, el proceso penal no es,
desgraciadamente, otra cosa que una escuela de incivilidad.
Lo que con estos coloquios se desearía es hacer
del proceso penal un motivo de recogimiento en lugar de serlo de diversión. No
vale oponer a esto que en torno a ese proceso se reúnen los hombres de ciencia; y que nada tienen
que hacer los hombres de la calle. Los juristas, es cierto, lo estudian y aun lo deberían
estudiar todavía mejor para conseguir que su mecanismo, delicado como ningún otro, se perfeccione; es
este un problema con mucha más semejanza de la que pueda creerse respecto de los problemas de
mecánica que resuelven los ingenieros; y también de esa semejanza debería darse cuenta la
gente. Pero puesto que también los hombres de la calle se interesan en el proceso penal,
resulta necesario que no lo confundan con un espectáculo cinematográfico, al cual se asiste
para conseguir emociones. Pocos aspectos de la vida social afectan tanto como este a la civilidad.
No es la primera vez que me ocurre advertir que la civilidad (con palabras muy simples que rara vez se leen en los libros, porque los hombres desgraciadamente son y quieren ser aún más, en cambio, terriblemente complicados) no es otra cosa sino capacidad de los hombres de amarse y, por eso, de vivir en paz. Ahora bien, el proceso penal es una piedra de toque de la civilidad no solo porque el delito, con tintas más o menos fuertes, es el drama de la enemistad y de la discordia, sino porque representa la relación entre quien lo ha cometido, o se dice que lo ha cometido y aquellos que asisten a éI. A propósito de los ejemplos, recordados hace un momento es necesario reflexionar en torno a lo que ocurría en las gradas del Circo Máximo, en tiempos de Roma, o que ocurre todavía en las de las plazas de toros de España, de México, o de Perú.
Pensaba en ello un día de setiembre pasado,
durante la proyección de una película mexicana, en la cual estaba admirablemente recogido el estado
de ánimo del público embrutecido contra el torero porque no demostraba un suficiente desprecio del peligro; ¿quién
era más bestial, el público o el toro? Aquella actitud no se puede explicar
sino mediante una separación entre quien asiste y quien actúa, de tal manera que el gladiador, más
que un hombre, es considerado una cosa. Considerar al hombre como una cosa: ¿puede haber
una fórmula más expresiva de la incivilidad? Sin embargo, es lo que ocurre, desgraciadamente, nueve de cada diez
veces en el proceso penal. En la mejor de las hipótesis, los que se van a
ver, encerrados en la jaula como los animales en el jardín zoológico, parecen hombres ficticios más
bien que hombres verdaderos. Y si alguno se da cuenta de que son hombres verdaderos, le parece
que se trata de hombres de otra raza o, podríamos decir, de otro mundo. Este que así
piensa no recuerda, cuando siente así, la parábola del publicano y del fariseo, y no sospecha que
su mentalidad es propiamente la del fariseo: yo no soy como este.
Lo que se necesita, en cambio, para merecer el
título de hombre civil, es invertir tal actitud solo
cuando lleguemos a
decir, sinceramente, yo
soy como este,
entonces seremos verdaderamente dignos de la civilidad. Para
intentar provocar esta inversión, trataremos juntos de comprender lo que es un proceso penal. Al obrar
así, yo no hago, después de todo, más que recorrer de nuevo mi camino. También yo, como la
mayor parte de vosotros, cuando era niño, sentía la curiosidad, ya que no fuese
verdaderamente apasionado, por este espectáculo. Os contaré, al respecto, dentro de poco un episodio.
En la Universidad, sin embargo una serie de circunstancias de las cuales he comprendido más
tarde el propicio designio, me desviaron del derecho penal hacia el derecho civil. Así, durante largos años, yo he
sido más bien un civilista que un penalista; también mi actividad científica se ha desarrollado. más
ampliamente en el terreno del derecho civil. Pero había subsistido en mí una
atracción secreta hacia el derecho y el proceso penal. Existía una especie de corriente
subterránea, que al llegar a un cierto punto, ha salido a la superficie de la tierra. Estaría fuera de lugar
el recordar con detalle las ocasiones que la vida me ofreció: es un hecho que, un día, de la cátedra del proceso civil he pasado a la del derecho y después a la del proceso Penal. Y ha ocurrido lo
mismo que ocurre en una montaña cuando, después de un largo camino encajonado entre las
rocas, se alcanza la cima y se abre por fin ante los ojos el panorama iluminado por el sol.
¿Se asombra alguno por este parangón? ¿No está
el derecho penal en el valle más bien que en la cima? ¿No es el derecho de la sombra
más bien que el derecho del sol? La verdad es que, según una admirable intuición de San Pablo,
nosotros miramos las cosas en el espejo y, por eso, las vemos invertidas. El derecho penal, sí,
es el derecho de la sombra; pero es necesario atravesar la sombra para llegar a la luz. Al
menos a mí me ha ocurrido así. Cada uno hace su camino; y el camino, como el rostro de cada uno,
es diverso del camino de los otros. Yo, mientras me he dedicado a tratar con los denominados hombres de bien, me he
considerado un hombre de bien; y no he dado un paso hacia la cima. Ha
sido el conocimiento de los bribones el que me ha hecho conocer que no soy en absoluto mejor que ellos y que estos no son
en absoluto peores que yo; y era lo que se necesitaba, para un hombre
como yo, más bien inclinado al orgullo si no propiamente a la soberbia. Quiero decir que
también yo he estado por mucho tiempo en las gradas del circo mirando de arriba abajo a los gladiadores como si no
fueran mis hermanos. Si los que están allí en medio arriesgando la vida,
fuesen nuestros hermanos, ¿no es cierto que se correría hacia ellos para dividirlos y para
salvarlos? No podría decir con precisión cómo haya ocurrido el que, poco a poco, de extraños se
hayan convertido en hermanos. Pero, en definitiva, eso ha ocurrido, y es lo que importa. Desde aquel
día se ha abierto ante mí un magnífico panorama, iluminado por el sol.
Ciertamente, yo no me hago ilusiones en torno a la eficacia de mis palabras. Pero no olvido que, según la enseñanza de aquel sensacional filósofo que todos deberíamos ver en Cristo, aun queriendo considerarlo solamente como hijo del hombre, las palabras son semillas. Aun cuando con el gramo mío se mezcle desgraciadamente mucha cizaña, alguno de estos gramos puede ser capaz de germinar. Por eso, sin presunción pero con devoción, lo siembro. No pretendo que la cosecha me remunere con ciento, ni con sesenta, ni con treinta por uno. Aun cuando uno solo de los gramos germinase, no habría sembrado en vano.
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