CAPITULO V.
PARCIALIDAD DEL DEFENSOR
Se ha dicho: un hombre, para ser juez, debería
ser más que un hombre. Y se ha visto que, en el fondo, es precisamente tal idea la que
inspira aquella forma de corrección de la insuficiencia del juez que es el colegio judicial. Pero no es
este el único remedio que la experiencia ha sugerido.
Para comprender, es necesario partir de la
parcialidad del hombre. Todo hombre, hemos dicho, es una parte. Precisamente por esto ningún
hombre llega a apoderarse de la verdad. Aquella que cada uno de nosotros cree la verdad,
no es más que un aspecto de la verdad; algo así como una minúscula faceta de un diamante
maravilloso. Es lo que Cristo nos ha enseñado diciendo: "Yo soy la verdad"; alcanzar
la verdad es alcanzarlo a Él; y a Él, amándolo, nos podemos acercar sin fin; pero alcanzarlo no,
porque Él es infinito. La verdad es como la luz o como el silencio, que comprenden todos los colores
y todos los sonidos; pero la física ha demostrado que nuestro ojo no ve y nuestro oído
no oye más que un breve segmento de la gama de los colores o de los sonidos; hay más acá y
más allá de nuestra capacidad sensoria los infracolores y los ultracolores así como los infrasonidos y los
ultrasonidos.
Así se explica un modo de decir, el cual, para quien quiere comprender
este importantísimo hecho social que es el proceso, tiene una
importancia de primer plano. El juez, cuando juzga, establece quién tiene razón; esto quiere decir;
de qué parte está la razón. La cual razón es, y no puede ser más que una, como la verdad; también,
en ese sentido son equivalentes razón y verdad. Pero ¿cómo se explica, entonces, si la
razón es una sola, que, precisamente en el proceso, cada una de las partes exponga sus
razones? Las que el ministerio público y el defensor exponen, cuando discuten, son las razones por las cuales el primero pide la condena y el segundo la absolución. ¿Cómo se concilia la unidad de la
razón con la pluralidad de las razones? ¿Cómo puede ocurrir que de quien termina por no tener
razón se pueda decir que ha expuesto sus razones?
La verdad es que, acudiendo de nuevo al parangón,
la razón se descompone en las razones como la luz se
descompone en los colores y el silencio en los sonidos. Del mismo modo que no
podemos afrontar toda la luz ni gozar todo el silenció, así tampoco podemos
apoderarnos de toda la razón. Las razones son
aquella fracción de verdad que a cada uno de nosotros nos parece haber alcanzado. Cuentas más razones se
expongan tanto más será posible que, juntándolas, uno se aproxime a la verdad.
En el fondo, cuando el juez entra a juzgar, se
encuentra ante una duda: ¿este es culpable o es inocente? También duda es una palabra
transparente: dubium viene de duo. Una doble vía se abre ante el juez: de acá o de allá. El juez
debe escoger. Pero a fin de escoger debe recorrer
uno u otro camino, ya que de otro modo no podría
ver adónde van a dar. Ahora bien, se comprende para qué sirve, para el juez, el
defensor; y por qué frente al defensor, se coloca al acusador; son los que guían al juez a lo largo de los dos caminos, a fin
de que pueda escoger uno de ellos.
Acusador y defensor son, en último análisis, dos razonadores: construyen y exponen las razones. Su oficio es razonar. Pero un razonar, con licencias, de pie forzado. Un razonar en modo diverso del razonar del juez. No es quizá muy fácil de comprender; pero si no se comprende esto, tampoco se comprende el proceso; y no basta que comprendan los juristas, porque este es el punto respecto del cual los profanos pueden tener en torno al proceso impresiones falaces y nocivas para la civilidad. Razonar es, en palabras sencillas, exponer premisas y sacar consecuencias: el imputado ha confesado haber matado, así, pues, él ha matado. En términos de lógica, primero vienen las premisas y después las consecuencias. Así procede el razonador imparcial. Pero el defensor no es un razonador imparcial. Y es esto lo que escandaliza a la gente. A pesar del escándalo, el defensor no es imparcial porque no debe serlo. Y porque no es imparcial el defensor, tampoco puede ser ni debe ser imparcial su adversario. La parcialidad de ellos es el precio que se debe pagar para obtener la imparcialidad del juez, que es, pues, el milagro del hombre, en cuanto, consiguiendo no ser parte, se supera a sí mismo. El defensor y el acusador deben buscar las premisas para llegar a una conclusión obligada.
Todo esto puede parecer absurdo. Y, sin embargo,
la clave del proceso está aquí. Malo sería si el juez se contentase con razonar así:
el imputado ha confesado haber matado. Por lo tanto ha matado. Hay también casos en los cuales
un hombre confiesa un delito que no ha cometido: hemos visto padres que se acusaban para
salvar al hijo, y también hijos que se sometían al mismo sacrificio para salvar a su
padre. Esto es tan cierto y no por la sola razón que acabo de indicar que incluso el Código Penal
castiga a aquellos que denuncian contra la verdad ser culpables de un delito. Esto quiere decir que
incluso cuando existen pruebas evidentes de la culpabilidad o de la inocencia, antes de condenar
o de absolver es necesario continuar en la investigación hasta haber agotado todos los
recursos. Pero para hacer esto, el juez debe ser ayudado; por sí solo, no lo lograría. Su
ayudante natural es el defensor, este amigo del imputado, el cual, naturalmente, tiene el interés de buscar
todas las razones que pueden servir para demostrar la inocencia de aquel. El defensor,
pues, es y debe ser un razonador de pie forzado, esto es, un razonador parcial; un razonador que trae el agua a su
molino.
Es claro, sin embargo, que de este modo, el
defensor es un auxiliar precioso para el juez, pero también muy peligroso por razón de su
parcialidad. ¿Y cómo se concibe que sea útil pero inocuo? Contraponiéndole aquel otro razonador
parcial en sentido inverso, que se denomina ministerio público y que debería denominarse más
exactamente acusador. En el ordenamiento actual del proceso penal el ministerio público no
es esencialmente un acusador; por el contrario, se lo concibe, a diferencia del defensor, como un
razonador imparcial; pero hay aquí un error de construcción de la máquina que también en cuanto
a esto funciona mal; por lo demás, en nueve de cada diez veces, la lógica de las cosas
arrastra al ministerio público a ser lo que debe ser: el antagonista del defensor.
Se desarrolla así, ante los ojos del juez, lo que
los técnicos llaman el contradictorio y que es, realmente, un duelo; el duelo sirve al juez
para superar la duda; a propósito de lo cual es interesante observar que también duelo, lo mismo
que duda, viene de duo. En el duelo se personifica la duda; es como si en el cruce de
las dos calles se batiesen dos valientes para arrastrar al juez hacia la una o hacia la otra.
Las armas que se utilizan por estos para batirse son las razones. Defensor y acusador son dos
esgrimistas, los cuales no es raro que realicen una mala esgrima, pero también a veces ofrecen a los entendidos un
espectáculo excelente.
Incluso aquellos que no son entendidos, como
ocurre en los torneos, terminan por apasionarse en este
juego: esta es también, para el público, una de las más fuertes atracciones del proceso penal. Pero, digámoslo también, es una
cosa que da al proceso penal el sabor del escándalo; y es
precisamente por esto por lo que la gente disfruta. Y precisamente es por esto también por lo que los abogados adquieren fama de
creadores de sofismas. En buena parte la sátira, que crece
excepcionalmente lozana contra nosotros, se debe a una maligna interpretación de este fenómeno. No se comprende que si el abogado
fuese un razonador imparcial, no solamente traicionaría su propio deber
sino que estaría en contradicción con su razón de ser en el proceso, y el
mecanismo de este resultaría desequilibrado.
Sin duda, esto de las dos verdades, la verdad de la defensa y la verdad de la acusación, es un escándalo; pero es un escándalo del cual tiene necesidad el juez a fin de que no sea un escándalo su juicio. Y esto no solo porque el juez tiene necesidad de que se le presenten todas las razones para encontrar la razón; y cuantas más se le presentan y más en apariencia parece que se complica, más en realidad se simplifica su cometido. Bajo este aspecto, el duelo entre defensor y acusador se asemeja al choque entre dos pedernales del cual salta la chispa. Las razones, como hemos dicho, son a la razón como los colores a la luz; las arengas, los informes del defensor y del acusador se asemejan a una rueda giratoria de colores; pero al girar velozmente los colores se funden en la luz. De cualquier manera, la ventaja que el juez obtiene de ello, no es solamente en orden a la inteligencia. La verdad es que el contradictorio le ayuda precisamente porque es un escándalo: el escándalo de la parcialidad, el escándalo de la discordia, el escándalo de la torre de Babel. La repugnancia por la parcialidad se convierte para el juez en la necesidad de superarla, o sea de superarse; y en esta necesidad está la salvación del juicio,
He aquí que esta tentativa de análisis del proceso penal en su momento
técnicamente más delicado permite quizá apreciar un resultado, que
tiene de por sí una cierta importancia para la civilidad. Se podría hablar, a este respecto, de
rehabilitación de los abogados. La del abogado es quizá una de las figuras más discutidas en el
cuadro social; se podría decir más atormentada. Entre otras cosas, nunca, ni siquiera en los
momentos de mayor convulsión histórica, se ha propuesto la supresión de los médicos o de los
ingenieros; pero de los abogados, sí. En alguna ocasión, hasta se ha llegado a suprimirlos;
después han resurgido con rapidez. En el fondo, la protesta contra los abogados es la protesta
contra la parcialidad del hombre. Mirándolo bien, ellos son los Cirineos de la sociedad: llevan la cruz
por otro, y esta es su nobleza. Si me pidierais una divisa para la orden de los abogados, propondría
el virgiliano sic vos non vobis; somos los que aramos el campo de la justicia y no recogemos su fruto.
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