CAPITULO III.
EL ABOGADO.
Carlo Majno, que es hoy uno de los mejores
abogados en Milán y que fue, en aquella Universidad, uno de mis discípulos más queridos,
me donó, precisamente el día en que yo abandonaba la cátedra de Milán por la de Roma,
un bellísimo dibujo a lápiz del pintor Mentessi, que representa las manos de un preso, sujetas por
las esposas. Mentessi no tenía ciertamente una
experiencia particular del
problema penal; sin
embargo, aquel dibujo
demuestra lo clarividentes que son las intuiciones de un artista: una de las manos,
la izquierda, cae hacia abajo, inerte, en acto de desaliento; la otra,
sobrepuesta, vuelve la palma en alto, como la del pobre, que demanda la caridad. Está toda la psicología del
preso en aquel pequeño cuadro.
La fortuna mía ha sido que yo haya visto tantas
veces, en el curso de la vida, tenderse hacia mí aquella mano
abierta, en espera de la limosna. La gente se figura al abogado como un técnico,
al cual se pide una obra, que quien la solicita no sería capaz de realizar por
sí; se lo figura en el mismo plano del
médico o del ingeniero; también esto es verdad, pero no es toda la verdad; el
resto de ella se descubre, sobre todo, por la experiencia del preso.
El preso es, esencialmente un necesitado. La escala de los necesitados
ha sido trazada en aquel discurso de Cristo, al cual he tenido ya
ocasión de hacer alusión, referido en el capítulo vigésimo quinto de San Mateo: hambrientos, sedientos, desnudos,
vagabundos, enfermos, presos; una escala que conduce de la esencial necesidad
física o, mejor, animal, a la necesidad esencialmente espiritual: el preso no tiene
necesidad de alimento ni de vestidos, ni de casa ni de medicinas; la única medicina, para él, es la
amistad. La gente no sabe, y ni siquiera lo saben los juristas, que lo que se pide al abogado es la
limosna de la amistad, antes que cualquiera otra cosa.
El nombre mismo del abogado suena como un grito
de ayuda. Advocatus, vocatus ad, llamado a socorrer. También el médico es llamado a
socorrer; pero si solamente al abogado se le da este nombre,
quiere decir que entre la prestación del médico y la prestación del abogado
existe una diferencia, la cual, no advertida
por el derecho, es sin embargo, descubierta por la exquisita intuición del lenguaje. Abogado es aquel al cual
se pide, en primer término la forma esencial de la ayuda, que es,
propiamente, la amistad.
Y también la otra palabra, cliente, que sirve
para denominar a aquel que solicita la ayuda, refuerza
esta interpretación: el cliente, en la sociedad romana, pedía protección al
patrono; también al abogado se le llama
patrono, y la derivación de patrono de la palabra pater proyecta sobre la relación la luz del amor.
Lo que atormenta al cliente y lo impulsa a pedir
ayuda es la enemistad. Ya las causas civiles, pero sobre todo las causas
penales, son fenómenos de enemistad. La enemistad ocasiona un sufrimiento o, al menos, un daño como ciertos
males, los cuales, y tanto más cuando no son descubiertos por el dolor, minan el organismo; por eso, de la enemistad
surge la necesidad de la amistad; la dialéctica de la vida es así. La forma
elemental de la ayuda, para quien se encuentra en guerra, es la alianza.
El concepto de la alianza es la raíz de la abogacía.
El imputado siente tener la aversión de mucha
gente contra él; alguna vez, en las causas más graves, le parece que contra él está todo el mundo. No es raro que,
mientras lo trasladan a la audiencia, sea acogido por la multitud con un
coro de imprecaciones; no es raro que exploten contra él actos de violencia, contra los que no
resulta fácil protegerlo. ¿Os imaginais el estado de ánimo de Catalina Fort que, cuando se presentó
ante los jueces, todos la llamaban la fiera? Es necesario
no solo pensar
en estos casos
sino tratar de
meterse en el
pellejo de estos desgraciados para comprender su espantosa soledad
y, con esta, su necesidad de compañía. Compañeros, de cum
pane, es aquel que parte con nosotros
el pan. El compañero se sitúa en el mismo plano de aquel a quien hace compañía. La
necesidad del cliente, especialmente del imputado, es esta: la de uno que se coloque junto a él, en el último
peldaño de la escala.
La esencia, la dificultad, la nobleza de la abogacía es esta: situarse en el último peldaño de la escala, junto al imputado. La gente no comprende aquello que, por lo demás, tampoco los juristas comprenden; y ríe, y se burla, y escarnece. No es un oficio que goce de los favores del público, el del Cirineo. Las razones, por las cuales la abogacía es objeto, aun en el campo literario e incluso en el campo litúrgico, de una difusa antipatía, no son otras que esta. Y hasta Manzoni, cuando ha tenido que retratar a un abogado, ha perdido su bonhomía y la Iglesia ha dejado introducir en el Himno a San Ivo, patrón de los abogados, un verso injurioso. Las cosas más simples son las más difíciles de comprender.
Digámoslo con claridad: la experiencia del
abogado cae bajo el signo de la humillación. Es cierto
que viste la toga; colabora, desde luego, en la administración de la justicia;
pero su puesto está abajo, y no en alto. Él comparte con el imputado
la necesidad de pedir y de ser juzgado. Está sujeto al juez como lo está el
imputado.
Pero precisamente por esto la abogacía es un
ejercicio espiritual saludable. Pesa el deber pedir, pero es provechoso. Habitúa a rogar. ¿Qué
otra cosa es, más que un pedir, la plegaria? La soberbia es el verdadero obstáculo a la
plegaria; y la soberbia es una ilusión de potencia. No hay otra cosa mejor que la abogacía para curarnos de tal ilusión. El más
grande de los abogados sabe que no puede hacer nada frente al más pequeño de
los jueces; a menudo, el más pequeño de los jueces es aquel que lo humilla más. Está
constreñido a llamar a la puerta como un pobre. Y ni siquiera está escrito sobre la puerta: pulsate et aperietur vobis. No pocas veces se llama en vano. La experiencia se hace más dolorosas y más
saludable. Se creía tener razón; se había estudiado tanto,
se había sudado
tanto; en cambio...
Es necesario conocer
estos momentos para comprender.
Los romanos dominaban la actividad del abogado en
el proceso con el verbo postular. Dicen los
diccionarios que este verbo significa pedir aquello que hay derecho a tener. Y
es esto lo que agrava el peso del pedir. No
debería haber necesidad de pedir aquello que hay derecho a tener.
En conclusión, es necesario someter el juicio propio al ajeno, aun cuando todo
permita creer que no haya razón para atribuir a otro una mayor capacidad de
juzgar.
Esto significa, en el plano social, colocarse
junto al imputado en el último peldaño de la escala;
un sacrificio; pero no existe sacrificio sin beneficio. Por esto he dicho que
nuestra experiencia es saludable. El
beneficio se tiene cuando se comienza a percibir, en la oscuridad, la llamita del pabilo humeante. Un beneficio, como ocurre
siempre en las cosas del espíritu, que al mismo tiempo se da y
se recibe: si aquella llamita se reaviva, su calor no calienta solamente el alma del cliente sino la del patrono al mismo tiempo.
Por el poco bien que yo haya podido hacer a alguno de estos
desgraciados, ha sido inmenso el beneficio que he recibido de ellos; del Señor,
se entiende, pero por medio de ellos; por
eso, porque el Señor ha dicho que cuanto se da a ellos es recibido por
Él, los pobres son los delegados de Dios.
El preso, la gente no lo sabe y menos aún lo
sabe él, está hambriento y sediento de amor. La
necesidad de amistad procede de su desolación. Cuanto más grande es la
desolación, más profunda y
fecunda es la
necesidad de amistad.
Inconscientemente él pide
lo que es indispensable a fin de
que el defensor pueda cumplir con su oficio. Lo que el defensor debe poseer, ante todo, a tal fin, es el conocimiento del
imputado; no, como el médico, el conocimiento físico, sino el
conocimiento espiritual.
Conocer el espíritu de un hombre quiere decir
conocer su historia; y conocer una historia no es solamente
conocer la sucesión de los hechos, sino encontrar el hilo que los vincula. En
este sentido,
la historia es
una reconstrucción lógica,
no una exposición
cronológica de los acontecimientos.
Todo esto no es posible si el protagonista no abre, poco a poco, su alma. Este tipo de protagonistas, que son los delincuentes,
tienen, por definición, almas cerradas. Al mismo tiempo en que solicitan la
amistad, oponen la desconfianza y la sospecha. Impregnados de odio, ven el odio aun donde no existe más que amor. Son
como animales selváticos, que solo con infinita delicadeza y paciencia
se pueden domesticar.
Alguno dirá que yo veo así la abogacía bajo el perfil de la poesía. Puede ocurrir. La poesía de su oficio es algo que un abogado siente en dos momentos de la vida: cuando viste por primera vez la toga o cuando, si propiamente no la ha depuesto, está por deponerla: en el alba y en el ocaso. En el alba, defender la inocencia, hacer valer el derecho, hacer triunfar la justicia: esta es la poesía. Después, poco a poco, caen las ilusiones, como las hojas del árbol, después del fulgor del estío; pero a través de la maraña de las ramas, cada vez más desnudas, sonríe el azul del cielo. Ahora no estoy ya seguro ni de haber defendido la inocencia ni de haber hecho valer el derecho ni de haber hecho triunfar la justicia; y, sin embargo, si el Señor me hiciese nacer de nuevo, comenzaría otra vez. No obstante los fracasos, las amarguras, los desengaños, el balance es activo; si hago el análisis de él, me doy cuenta de que la partida capaz de colmar todas las deficiencias consiste precisamente en aquella humillación de deberme encontrar, junto a tantos desgraciados, contra los cuales se desencadena el vituperio y se encarniza el desprecio, en el último peldaño de la escala.
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