martes, 4 de marzo de 2025

LAS MISERIAS DEL PROCESO PENAL. CAPITULO VI. LAS PRUEBAS.

 

VI

LAS PRUEBAS

 

El cometido del proceso penal está en saber si el imputado es inocente o culpable. Esto quiere decir, ante todo, si ha ocurrido o no ha ocurrido en determinado hecho: ¿un hombre ha sido o no ha sido matado, una mujer ha sido o no ha sido violada, un documento ha sido o no ha sido falsificado, una joya ha sido o no ha sido sustraída?

Sería necesario, saber, ante todo, que es un hecho. Son palabras que se emplean intuitivamente; se las comprende de manera aproximativa; pero es necesario que nos detengamos a reflexionar sobre ellas. Un hecho es un trozo de historia; y la historia es el camino que recorren, desde el nacimiento hasta la muerte, los hombres y la humanidad. Un trozo de camino, pues. Pero de camino que se ha hecho, no del camino que se puede hacer. Saber si un hecho ha ocurrido o no, quiere decir volver atrás. Este volver atrás es lo que se llama hacer la historia.

No es un misterio que en el proceso, y no solamente en el proceso penal, se hace historia. Digo: no es un misterio para los juristas, los cuales desde hace mucho tiempo han puesto en él su atención; pero puede sorprender al hombre de la calle, al cual mi discurso está dirigido. Esto ocurre porque estamos habituados a considerar la historia de los pueblos, que es la gran historia; pero existe también la pequeña historia, la historia de los individuos; incluso no existiría aquella sin esta, de igual manera que no existiría la cuerda sin los hilos que en ella están arrollados. Cuando se habla de historia, el pensamiento vuela a las dificultades que se presentan para reconstruir el pasado; pero son, si se tiene en cuenta la medida, las mismas dificultades que se deben superar en el proceso.

Con esto de peor: el delito es un trozo de camino, del cual quien lo ha recorrido trata de destruir las huellas. Sucede lo contrario de lo que ocurre, normalmente, en cuanto al contrato: cuando uno compra, y tanto más si la cosa tiene valor importante, conserva, por lo general mediante un documento, la prueba de haber comprado; cuando roba, destruye, lo mejor que puede, las pruebas de haber robado.

Las pruebas sirven, precisamente, para volver atrás, o sea para hacer o, mejor aún, para reconstruir la historia. ¿Cómo hace quien, habiendo caminado a través de los campos, quiere recorrer en sentido contrario el mismo camino? Sigue las huellas de su paso. Viene a la mente la figura del perro policía, el cual va olfateando acá y allá para seguir, por medio del olfato, el camino del malhechor perseguido. El trabajo del historiador es este. Un trabajo de habilidad y de paciencia, sobre todo, en el cual colaboran la policía, el ministerio público, el juez instructor, los jueces de la audiencia, los defensores, los peritos. Prescindiendo de la crónica de los diarios, los libros policíacos y el cinematógrafo, han apasionado, más que informado, al público respecto de este trabajo. La ventaja de esta literatura, bajo el aspecto de la civilidad, está en haber difundido la impresión, por no decir la experiencia, de las dificultades de la investigación, por razón de la falibilidad de las pruebas. El riesgo es el de equivocar el camino. Y el daño es grave, cuando se equivoca el camino, también cuando la historia se hace por medio de libros, porque aun cuando los historiadores no se den cuenta de ello y los filósofos, o al menos ciertos filósofos, lo nieguen, no se remontan los caminos recorridos sino para encontrar los caminos a recorrer; de cualquier manera, esto es tanto más manifiesto, cuando el pasado se reconstruye para determinar la suerte
de un hombre.

Pero existe también el reverso de la medalla; ¡y qué reverso!

La culpa no es toda ella de la literatura policíaca, como puede comprenderse; esta literatura incluso puede ser un síntoma más bien que la causa de un fenómeno derivado de causas más profundas. Quizá estas se deberían buscar en aquella tendencia a la diversión, que tiene tanta parte en la crisis de la civilidad que estamos atravesando. En una palabra, es la historia misma que se convierte en medio de diversión. La crónica judicial y la literatura policíaca sirven, del mismo modo, de diversión a la vida cotidiana tan gris. Así, el descubrimiento del delito, de dolorosa necesidad social, se ha convertido en una especie de sport: la gente se apasiona lo mismo  que  por  la  búsqueda  del  tesoro;  periodistas  profesionales,  periodistas  diletantes, periodistas improvisados, no tanto colaboran cuanto hacen competencia a los oficiales de policía o a los jueces instructores; y, lo que es peor, hacen sus negocios. Cada delito desencadena una serie  de  investigaciones,  de  conjeturas,  de  informaciones,  de  indiscreciones.  Policías  y magistrados, de vigilantes se convierten en vigilados por grupos de voluntarios dispuestos a señalar cada uno de sus movimientos, a interpretar cada uno de sus gestos, a publicar cada una de sus palabras. Los testigos son olfateados como la liebre por el galgo. Después, a menudo, explotados, sugestionados, comprados. Los abogados son el blanco de los fotógrafos y de los periodistas. Y, con frecuencia, por desgracia, ni siquiera los magistrados logran oponer a este frenesí la resistencia que requeriría el ejercicio de su oficio austero.

Esta degeneración del proceso penal es uno de los síntomas más graves de la civilidad en crisis. Es incluso difícil representar todos los daños debidos a la falta de aquel recogimiento que a ningún otro cometido es tan necesario como a aquel que en el proceso penal se debe desarrollar. No el más grave pero desde luego el más llamativo es aquel que se refiere al respecto del imputado. La Constitución italiana ha proclamado solemnemente la necesidad de tal respeto declarando que el imputado no debe ser considerado culpable mientras no sea condenado por una sentencia definitiva. Pero esta es una de esas normas que sirven solamente para demostrar la buena fe de aquellos que la han elaborado; o, en otras palabras, la increíble capacidad de forjarse ilusiones de que están dotadas las revoluciones. Desgraciadamente, la justicia humana está hecha de tal manera que no solamente se hace sufrir a los hombres porque son culpables sino también para saber si son culpables a inocentes. Esta es, desgraciadamente, una necesidad, a la cual el proceso no se puede sustraer ni siquiera si su mecanismo fuese humanamente perfecto. San Agustín ha escrito a este respecto una de sus páginas inmortales; la tortura, en las formas más crueles, ha sido abolida, al menos en el papel; pero el proceso mismo es una tortura. Hasta cierto punto, he dicho, no se puede prescindir de ella; pero la denominada civilización moderna ha exagerado de un modo inverosímil e insoportable esta triste consecuencia del proceso. El hombre cuando sobre él recae la sospecha de haber cometido un delito, es dado ad bestias, como se decía en un tiempo de los condenados ofrecidos como pasto a las fieras. La fiera, la indomable e insaciable fiera, es la multitud. El artículo de la Constitución, que se hace la ilusión de garantizar la incolumidad del imputado, es prácticamente inconciliable con aquel otro artículo que sanciona la libertad de prensa. Apenas ha surgido la sospecha, el imputado, su familia, su casa, su trabajo, son inquiridos, requeridos, examinados, desnudados, a la presencia de todo el mundo. El individuo, de esta manera, es convertido en pedazos. Y el individuo, recordémoslo, es el único valor que debería ser salvado por la civilidad. 

Pero existe otro individuo en el centro del proceso penal junto al imputado: el testigo. Los juristas, fríamente, clasifican al testigo, junto con el documento, en la categoría de las pruebas, y hasta en una cierta categoría de las pruebas; esta frialdad suya es necesaria, como la del estudioso de anatomía que secciona el cadáver; pero ¡ay! si se olvida, de que, mientras el documento es una cosa, el testigo es un hombre; un hombre con su cuerpo y con su alma, con sus intereses y con sus tentaciones, con sus recuerdos y con sus olvidos, con su ignorancia y con su cultura, con su valentía y con su miedo. Un hombre que el proceso coloca en una posición incómoda y peligrosa, sometido a una especie de requisición por utilidad pública, apartado de su negocio y de su paz, utilizado, exprimido, inquirido, convertido en objeto de sospecha. No conozco un aspecto de la técnica pena! más preocupante que el que se refiere al examen y hasta, en general, al trato del testigo. También aquí, por lo demás, la exigencia técnica termina por resolverse en una exigencia moral: si la debiese resumir en una fórmula, colocaría en el mismo plano el respeto al testigo y el respeto al imputado. En el centro del proceso, en último análisis, no están tanto el imputado o el testigo cuanto el individuo. Todos saben que la prueba testimonial es la más falaz de todas las pruebas; la ley la rodea de muchas formalidades, que querrían prevenir los peligros; la ciencia jurídica llega hasta el punto de considerarla un mal necesario; la ciencia psicológica regula e inventa incluso instrumentos para su valoración o sea para discernir la verdad de la mentira; pero el mejor modo de garantizar el resultado ha sido y será siempre el de reconocer en el testigo un hombre y concederle el respeto que merece todo hombre.

Recientemente, un fino abogado, ginebrino, comentando aquel proceso de Digne, en Francia, por el asesinato de la familia Drummond, amargamente llamado por él Kermesse judiciaire ou procés touristique, al observar a los fotógrafos que, en el aula "juchés, perchés, debout, assís, accroupis... mitraillaíent les témoins se preguntaba cómo es posible que "la verdad salga a la superficie cuando el testigo es perseguido por los fotógrafos, rodeado, hasta tocarlo, por los periodistas, por los guardias, por los abogados" y concluía pensando profundamente: "no se abre ni el corazón ni el alma bajo el soplo de la multitud".

Sin embargo, la gente está persuadida de que, esta que produce tales fenómenos, sea una civilidad en progreso. Y se puede esperar, con confianza, que algún jurista o algún filósofo construya una magnífica teoría tanto del arte como de la historia de masa, sosteniendo que eso del historiador recogido, cauto, absorto en pesar las pruebas como el químico con sus balanzas y con sus probetas, es una figura de otros tiempos, cara solamente a la nostalgia de algún superviviente del siglo XIX, como este viejo jurista que trata de hacernos conocer una verdad a cuyo descubrimiento ha dedicado toda la vida.

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