IX
LA SENTENCIA PENAL
Reconstruida la historia, aplicada la ley, el juez absuelve o condena.
Dos palabras que se oye pronunciar continuamente, pero cuyo significado profundo es
necesario descubrir.
Deberían querer decir: el imputado es inocente o culpable. El juez debe,
sin embargo, escoger
entre el no del defensor y el sí del ministerio público. Pero ¿y si no puede
escoger? Para escoger
debe haber una certeza, en sentido negativo o en sentido positivo: ¿y si no la
hay? Las pruebas
deberían servir para iluminar el pasado, donde antes había oscuridad: ¿y si no
sirven? Entonces
dice la ley, el juez absuelve por insuficiencia de pruebas; ¿y qué quiere decir
eso? No que
el imputado es culpable, pero tampoco que es inocente; cuando es inocente, el
juez declara que
no ha cometido el hecho o que el hecho no constituye delito. El juez dice que
no puede decir nada, en estos
casos. El proceso se cierra con un nada de hecho. Y parece la solución más
lógica de este mundo.
Bien: ¿pero y el imputado? Que uno sea imputado quiere decir que probablemente,
ya que no
ciertamente, ha cometido un delito; el proceso o, mejor, el debate sirve,
precisamente, para resolver
la duda. En cambio, cuando el juez absuelve por insuficiencia de pruebas, no
resuelve nada:
las cosas quedan como antes. La absolución por no haber cometido el hecho o
porque el hecho
no constituye delito, cancela la imputación; con la absolución por
insuficiencia de pruebas, la
imputación subsiste. El proceso no termina nunca. El imputado continúa siendo
imputado por toda la vida. ¿No es
un escándalo también esto? Nada menos que una confesión de la impotencia de
la justicia. Pero ¿puede la justicia confesarse impotente? Y, sin embargo, si
lo es, ¿no es justa la
confesión? ¿No sería peor si el juez declarase la inocencia o la culpabilidad
cuando no está convencido de la una
ni de la otra? La sentencia se resolvería en una mentira. El proceso llega así a
un callejón sin salida, del cual no es posible escapar. O mentir o declarar la
quiebra: una vía intermedia no
existe. Y no se puede censurar ni a las leyes ni a los hombres: así es la
necesidad y lo
que se puede decir es solamente que, también a este respecto, el proceso penal
es una pobre cosa;
y debemos sacar de ello las consecuencias en cuanto al comportamiento a observar respecto de aquellos
que resultan afectados.
Tanto más grave es la deficiencia, que ahora se ha puesto en claro, en
cuanto si el imputado
no es culpable, la declaración de su inocencia es el único modo para reparar el
daño que
injustamente se le ocasionó. Verdaderamente, si no ha cometido el delito,
quiere decir no tanto
que debe ser absuelto cuanto que no debía ni siquiera ser imputado. No habrá
existido malicia
por parte de quien lo ha sospechado; habrá sido uno de aquellos errores a los
cuales, desgraciadamente,
nosotros los hombres estamos irreparablemente sujetos; la culpa será de las circunstancias
que han engañado a la policía, al ministerio público, al juez instructor; pero,
en suma,
ha existido un error; la sentencia de absolución por no haber cometido el hecho
o por inexistencia
de delito contiene no solamente la declaración de la inocencia del imputado
sino, al mismo
tiempo, la confesión del error cometido por aquellos que lo han arrastrado al
proceso. Por poco
que se reflexione, aparece claro que los errores judiciales, aun de gran
importancia, son mucho
más numerosos de lo que se cree. Todas las sentencias de absolución, excluida
la absolución
por insuficiencia de pruebas, implican la existencia de un error judicial. La
gente, cuando
oye hablar de error judicial, piensa en el pobre Panadero, esto es, en el error
descubierto después
de la condena, durante la expiación e incluso cuando el condenado ha terminado
de penar. Estos
son, ciertamente, los
casos más dolorosos; pero forman
parte de una
serie incomparablemente
más numerosa. Con las estadísticas en la mano, y puesto que todas las providencias
de absolución se resuelven en la comprobación de un error judicial, vendrían a
la luz que
harían estremecer.
La gente, cuando el juez absuelve, especialmente en los procesos célebres, ensalza a la justicia; y tiene razón, porque es siempre una fortuna y un mérito darse cuenta del error; pero entretanto el error ha ocasionado sus daños ¡y que daños! Estos daños ¿quién los repara? No se debe confundir, ciertamente, la culpa con el error profesional; esto quiere decir que las equivocaciones, que no se deban atribuir a impericia, a negligencia a imprudencia, sino, por el contrario, a la insuperable limitación del hombre, no dan lugar a responsabilidad de quien las comete; pero es precisamente esta irresponsabilidad la que señala otro aspecto en demérito del proceso penal. Es un hecho que este terrible mecanismo, imperfecto e imperfectible, expone a un pobre hombre a ser llevado ante el juez, investigado, no pocas veces arrestado, apartado de la familia y de los negocios, perjudicado por no decir arruinado ante la opinión pública, para después ni siquiera oír que se le dan las excusas por quien, aunque sea sin culpa, ha perturbado y en ocasiones ha destrozado su vida. Son cosas que, desgraciadamente suceden; y una vez más, aun sin protestar, ¿no deberemos al menos reconocer la miseria del mecanismo, que es capaz de producir estos desastres, y que es hasta incapaz de no producirlos? Menos mal cuando el error es reconocido relativamente pronto, antes del debate, con la absolución por parte del juez instructor o, a lo más, al final del debate de primer grado; pero no son raros los casos en los cuales, después de una primera condena, la absolución llega más tarde, al final de un vía crucis, que no es raro dure algunos años: aquel diplomático italiano, que fue acusado de haber matado a la mujer en Thailandia, ha pasado catorce años en prisión preventiva antes de que, con la absolución pronunciada, hace tiempo, por la Corte de apelación de Bolonia, se haya reconocido su inocencia.
Es pues,
precisamente la hipótesis de la absolución la que descubre la miseria del
proceso penal, el cual, en tal caso, tiene
el único mérito de la confesión del error. El error del cual la gente no se da cuenta, y no solo los hombres de la calle,
sino incluso los expertos del derecho: no conozco un jurista, con excepción de quien os habla, que haya advertido
que toda sentencia de absolución es el descubrimiento de un error. De
este modo, o por negligencia o por falso pudor, se ocultan las miserias del proceso penal que deben, en cambio, ser
conocidas y sufridas a fin de que se califique, como se debe, a la
justicia humana.
Por el contrario, cuando el juez está convencido de la culpabilidad del
imputado, entonces condena.
Pero ¿y si se hubiese equivocado? La amenaza del error pende, como la espada de Damocles,
sobre el proceso. Resuena, en el fondo de toda sentencia, la divina admonición:
"no juzguéis".
La ley hace lo que puede para garantizar la sentencia contra el error. No se
trata aquí de
someter a una crítica las medidas que la ley toma a este respecto. Y tampoco de
describirlas: la gente sabe, poco
más o menos que la sentencia de primer grado puede ser revisada por el juez de
apelación, y la sentencia de apelación por la corte de casación: y no sería en
absoluto útil explicar
este mecanismo complicado y tampoco hacer observar sus graves y, después de
todo, irremediables
defectos. No se debe desconocer que, no obstante estos defectos, el mecanismo hasta
un
cierto punto sirve
para garantizar el
proceso contra el
error: hasta el
punto, aproximadamente,
en que es posible; pero una garantía absoluta no se puede dar. También el juicio
de los jueces superiores está expuesto, como el de los jueces inferiores a este
peligro, tanto más
que si de un lado, ellos se encuentran, respecto de aquellos, en una posición
ventajosa, de otro
lado, especialmente en cuanto al juicio histórico, los medios de que dispone
son todavía más imperfectos;
basta pensar que en el proceso de apelación, de ordinario, no son examinados de nuevo
los testigos y el juicio se forma sobre las actas, las cuales no dan ni pueden
dar de los testimonios más que
una representación mutilada, a menudo deformada, y hasta incomprensible.
Sin embargo, al llegar a un cierto punto, es necesario terminar. El
proceso no puede durar eternamente.
Es un final por agotamiento, no por obtención del objeto. Un final que se
asemeja a la
muerte más que al cumplimiento. Es necesario contentarse. Es necesario
resignarse. Los juristas
dicen que, al llegar a un cierto punto, se forma la cosa juzgada; y quieren
decir que no se puede
ir más allá. Pero dicen también: res iudicata pro veritate habetur, la
cosa juzgada no es la verdad,
pero se considera como verdad. En suma, es un subrogado de la verdad. Estas
cosas, que
los juristas saben, también los demás las deben saber. Después de todo, es
fácil que, con aquel aparato
solemne de la cátedra, de las togas, de la jaula, de los penachos de los
carabineros detrás
del presidente, del ministerio público que acusa, de los abogados que
defienden, del público
que asiste tenso y apasionado, aquellos se hagan la ilusión de que la que sale
de los labios
de los jueces, al final, sea la verdad. Y puede también ocurrir que sea la
verdad; sin embargo, nadie lo
sabe; puede ser así, pero puede también no serlo.
En Asis, un día, hablando del preso, lo he definido con estas palabras:
uno que puede ser culpable. He tenido la impresión de que
quienes me escuchaban hayan quedado horrorizados. Pero son las cosas que se
deben saber a los fines de la civilidad.
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