martes, 4 de marzo de 2025

LAS MISERIAS DEL PROCESO PENAL. CAPITULO IX. LA SENTENCIA PENAL

IX

LA SENTENCIA PENAL

 

Reconstruida la historia, aplicada la ley, el juez absuelve o condena. Dos palabras que se oye pronunciar continuamente, pero cuyo significado profundo es necesario descubrir.

Deberían querer decir: el imputado es inocente o culpable. El juez debe, sin embargo, escoger entre el no del defensor y el sí del ministerio público. Pero ¿y si no puede escoger? Para escoger debe haber una certeza, en sentido negativo o en sentido positivo: ¿y si no la hay? Las pruebas deberían servir para iluminar el pasado, donde antes había oscuridad: ¿y si no sirven? Entonces dice la ley, el juez absuelve por insuficiencia de pruebas; ¿y qué quiere decir eso? No que el imputado es culpable, pero tampoco que es inocente; cuando es inocente, el juez declara que no ha cometido el hecho o que el hecho no constituye delito. El juez dice que no puede decir nada, en estos casos. El proceso se cierra con un nada de hecho. Y parece la solución más lógica de este mundo.

Bien: ¿pero y el imputado? Que uno sea imputado quiere decir que probablemente, ya que no ciertamente, ha cometido un delito; el proceso o, mejor, el debate sirve, precisamente, para resolver la duda. En cambio, cuando el juez absuelve por insuficiencia de pruebas, no resuelve nada: las cosas quedan como antes. La absolución por no haber cometido el hecho o porque el hecho no constituye delito, cancela la imputación; con la absolución por insuficiencia de pruebas, la imputación subsiste. El proceso no termina nunca. El imputado continúa siendo imputado por toda la vida. ¿No es un escándalo también esto? Nada menos que una confesión de la impotencia de la justicia. Pero ¿puede la justicia confesarse impotente? Y, sin embargo, si lo es, ¿no es justa la confesión? ¿No sería peor si el juez declarase la inocencia o la culpabilidad cuando no está convencido de la una ni de la otra? La sentencia se resolvería en una mentira. El proceso llega así a un callejón sin salida, del cual no es posible escapar. O mentir o declarar la quiebra: una vía intermedia no existe. Y no se puede censurar ni a las leyes ni a los hombres: así es la necesidad y lo que se puede decir es solamente que, también a este respecto, el proceso penal es una pobre cosa; y debemos sacar de ello las consecuencias en cuanto al comportamiento a observar respecto de aquellos que resultan afectados.

Tanto más grave es la deficiencia, que ahora se ha puesto en claro, en cuanto si el imputado no es culpable, la declaración de su inocencia es el único modo para reparar el daño que injustamente se le ocasionó. Verdaderamente, si no ha cometido el delito, quiere decir no tanto que debe ser absuelto cuanto que no debía ni siquiera ser imputado. No habrá existido malicia por parte de quien lo ha sospechado; habrá sido uno de aquellos errores a los cuales, desgraciadamente, nosotros los hombres estamos irreparablemente sujetos; la culpa será de las circunstancias que han engañado a la policía, al ministerio público, al juez instructor; pero, en suma, ha existido un error; la sentencia de absolución por no haber cometido el hecho o por inexistencia de delito contiene no solamente la declaración de la inocencia del imputado sino, al mismo tiempo, la confesión del error cometido por aquellos que lo han arrastrado al proceso. Por poco que se reflexione, aparece claro que los errores judiciales, aun de gran importancia, son mucho más numerosos de lo que se cree. Todas las sentencias de absolución, excluida la absolución por insuficiencia de pruebas, implican la existencia de un error judicial. La gente, cuando oye hablar de error judicial, piensa en el pobre Panadero, esto es, en el error descubierto después de la condena, durante la expiación e incluso cuando el condenado ha terminado de penar.  Estos  son,  ciertamente,  los  casos más  dolorosos;  pero forman  parte  de  una  serie incomparablemente más numerosa. Con las estadísticas en la mano, y puesto que todas las providencias de absolución se resuelven en la comprobación de un error judicial, vendrían a la luz que harían estremecer.

La gente, cuando el juez absuelve, especialmente en los procesos célebres, ensalza a la justicia; y tiene razón, porque es siempre una fortuna y un mérito darse cuenta del error; pero entretanto el error ha ocasionado sus daños ¡y que daños! Estos daños ¿quién los repara? No se debe  confundir,  ciertamente,  la  culpa  con  el  error  profesional;  esto  quiere  decir  que  las equivocaciones, que no se deban atribuir a impericia, a negligencia a imprudencia, sino, por el contrario, a la insuperable limitación del hombre, no dan lugar a responsabilidad de quien las comete; pero es precisamente esta irresponsabilidad la que señala otro aspecto en demérito del proceso penal. Es un hecho que este terrible mecanismo, imperfecto e imperfectible, expone a un pobre hombre a ser llevado ante el juez, investigado, no pocas veces arrestado, apartado de la familia y de los negocios, perjudicado por no decir arruinado ante la opinión pública, para después ni siquiera oír que se le dan las excusas por quien, aunque sea sin culpa, ha perturbado y en ocasiones ha destrozado su vida. Son cosas que, desgraciadamente suceden; y una vez más, aun sin protestar, ¿no deberemos al menos reconocer la miseria del mecanismo, que es capaz de producir estos desastres, y que es hasta incapaz de no producirlos? Menos mal cuando el error es reconocido relativamente pronto, antes del debate, con la absolución por parte del juez instructor o, a lo más, al final del debate de primer grado; pero no son raros los casos en los cuales, después de una primera condena, la absolución llega más tarde, al final de un vía crucis, que no es raro dure algunos años: aquel diplomático italiano, que fue acusado de haber matado a la mujer en Thailandia, ha pasado catorce años en prisión preventiva antes de que, con la absolución pronunciada, hace tiempo, por la Corte de apelación de Bolonia, se haya reconocido su inocencia.

Es pues, precisamente la hipótesis de la absolución la que descubre la miseria del proceso penal, el cual, en tal caso, tiene el único mérito de la confesión del error. El error del cual la gente no se da cuenta, y no solo los hombres de la calle, sino incluso los expertos del derecho: no conozco un jurista, con excepción de quien os habla, que haya advertido que toda sentencia de absolución es el descubrimiento de un error. De este modo, o por negligencia o por falso pudor, se ocultan las miserias del proceso penal que deben, en cambio, ser conocidas y sufridas a fin de que se califique, como se debe, a la justicia humana.

Por el contrario, cuando el juez está convencido de la culpabilidad del imputado, entonces condena. Pero ¿y si se hubiese equivocado? La amenaza del error pende, como la espada de Damocles, sobre el proceso. Resuena, en el fondo de toda sentencia, la divina admonición: "no juzguéis". La ley hace lo que puede para garantizar la sentencia contra el error. No se trata aquí de someter a una crítica las medidas que la ley toma a este respecto. Y tampoco de describirlas: la gente sabe, poco más o menos que la sentencia de primer grado puede ser revisada por el juez de apelación, y la sentencia de apelación por la corte de casación: y no sería en absoluto útil explicar este mecanismo complicado y tampoco hacer observar sus graves y, después de todo, irremediables defectos. No se debe desconocer que, no obstante estos defectos, el mecanismo hasta  un  cierto  punto  sirve  para  garantizar  el  proceso  contra  el  error:  hasta  el  punto, aproximadamente, en que es posible; pero una garantía absoluta no se puede dar. También el juicio de los jueces superiores está expuesto, como el de los jueces inferiores a este peligro, tanto más que si de un lado, ellos se encuentran, respecto de aquellos, en una posición ventajosa, de otro lado, especialmente en cuanto al juicio histórico, los medios de que dispone son todavía más imperfectos; basta pensar que en el proceso de apelación, de ordinario, no son examinados de nuevo los testigos y el juicio se forma sobre las actas, las cuales no dan ni pueden dar de los testimonios más que una representación mutilada, a menudo deformada, y hasta incomprensible.

Sin embargo, al llegar a un cierto punto, es necesario terminar. El proceso no puede durar eternamente. Es un final por agotamiento, no por obtención del objeto. Un final que se asemeja a la muerte más que al cumplimiento. Es necesario contentarse. Es necesario resignarse. Los juristas dicen que, al llegar a un cierto punto, se forma la cosa juzgada; y quieren decir que no se puede ir más allá. Pero dicen también: res iudicata pro veritate habetur, la cosa juzgada no es la verdad, pero se considera como verdad. En suma, es un subrogado de la verdad. Estas cosas, que los juristas saben, también los demás las deben saber. Después de todo, es fácil que, con aquel aparato solemne de la cátedra, de las togas, de la jaula, de los penachos de los carabineros detrás del presidente, del ministerio público que acusa, de los abogados que defienden, del público que asiste tenso y apasionado, aquellos se hagan la ilusión de que la que sale de los labios de los jueces, al final, sea la verdad. Y puede también ocurrir que sea la verdad; sin embargo, nadie lo sabe; puede ser así, pero puede también no serlo.

En Asis, un día, hablando del preso, lo he definido con estas palabras: uno que puede ser culpable. He tenido la impresión de que quienes me escuchaban hayan quedado horrorizados. Pero son las cosas que se deben saber a los fines de la civilidad.

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