martes, 4 de marzo de 2025

LAS MISERIAS DEL PROCESO PENAL. CAPITULO X. EL CUMPLIMIENTO DE LA SENTENCIA

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EL CUMPLIMIENTO DE LA SENTENCIA

 

Como quiera que sea, absolución o condena, el proceso termina cuando el juez ha dicho la última palabra.

También esta es una impresión, al menos en parte, falaz. Termina, es cierto, con la absolución: quiero decir, cuando la absolución se convierta en cosa juzgada. Y dejemos estar si es justo que ocurra así; es siempre posible que más tarde surjan nuevas pruebas, de las cuales resulte con certeza que el imputado absuelto era culpable; el por qué, en este caso, él debía gozar de la impunidad, es algo que difícilmente se comprende; pero no es la crítica de la ley lo que yo quiero hacer desde este púlpito.

En cambio, en el caso de condena, el proceso no termina en absoluto. Cuando se trata de condena, nunca está dicha la última palabra: el imputado absuelto, aun cuando surjan nuevas pruebas contra él, está actualmente, bien o mal, a seguro; pero el condenado, en ciertos casos (y dejemos estar, también aquí la crítica de la ley, que es igualmente, en este aspecto, muy imperfecta) tiene derecho a la revisión o sea, con muchas cautelas, a la reapertura del proceso.

Como quiera que sea, y aun prescindiendo de esta reviviscencia, la condena no significa en absoluto el final del proceso: quiere decir, por el contrario y a diferencia de la absolución, que el proceso continúa; solamente que su sede se transfiere del tribunal a la penitenciaría. Lo que se debe entender es que también la penitenciaría está comprendida, con el tribunal, en el palacio de justicia. Es una idea esta que nada tiene de clara aun en la mente de los juristas; pero debe ser aclarada en interés de la civilidad. Incluso aquí se presenta el nudo del problema en el terreno de la civilidad.

Le ocurre a la gente, incluidos los juristas, en cuanto a la condena, algo de análogo a lo que ocurre cuando un hombre muere: el pronunciamiento de la condena, con el aparato que todos conocen, más o menos, es una especie de funeral; terminada la ceremonia, una vez que el imputado sale de la jaula y lo toman en su poder los carabineros, se reanuda para cada uno de nosotros la vida cotidiana y, poco a poco, en el muerto no se piensa más. Bajo un cierto aspecto se puede también asemejar la penitenciaría al camposanto; pero se olvida que el condenado es un sepultado vivo.

No es necesario mucho para comprender que, en vez de camposanto, debería ser un hospital; pero basta haber entendido esto para descubrir el error de quien piensa que, con la condena, el proceso haya terminado. La condena, mirándolo bien, no es más que una diagnosis: ¿no es también la diagnosis un juicio? El médico cuando, al final de sus investigaciones, establece la existencia de la enfermedad, pronuncia también él una sentencia, y hasta una condena; también a él le ocurre, lo mismo que al juez, absolver o condenar, según que contemple en el paciente un sano o un enfermo. Pero ¿a quién se le ocurre que el médico, con la diagnosis haya llenado su cometido? El juez, con la sentencia de condena, hace la diagnosis y prescribe la curación: también la curación, pues, es obra de justicia; ¿o es que tal obra debe detenerse cuando ha comprobado que alguno es un delincuente sin preocuparse de hacer todo cuanto es posible a fin de que se convierta en un hombre honrado?

La penitenciaría es, verdaderamente, un hospital, lleno de enfermos del espíritu, en lugar de enfermos del cuerpo, y, alguna vez, también del cuerpo; pero ¡qué hospital tan singular! En el hospital, antes que nada, el médico, cuando se da cuenta de que la diagnosis es equivocada, la corrige y rectifica la curación. En la penitenciaría, en cambio, está prohibido actuar así. No es un hospital, donde no existan médicos ni enfermeras: el director de la penitenciaría y los otros, que le ayudan en la dirección, no están desprovistos en absoluto de aquellos conocimientos que puedan servir para el conocimiento de sus enfermos; y a menudo atienden a ello con inteligencia, con paciencia y hasta con abnegación. Sin embargo, a estos médicos la diagnosis del juez les está impuesta con la autoridad, precisamente, de la cosa juzgada; la experiencia de la marcha de la enfermedad no cuenta para nada: el juez ha dicho diez, veinte, treinta años, y diez, veinte, treinta deben ser, aun cuando la experiencia demuestre que son demasiados o que son demasiado pocos porque, aun antes del período establecido, el enfermo ha recuperado la salud o bien, por el contrario, el período ha transcurrido inútilmente.

Dicen, fácilmente, que la pena no sirve solamente para la redención del culpable sino también para la admonición de los otros, que podrían ser tentados a delinquir y que por eso se los debe asustar; y no es este un discurso que deba tomarse a broma; pues al menos deriva de él la conocida contradicción entre la función represiva y la función preventiva de la pena: lo que la pena debe ser para ayudar al culpable no es lo que debe ser para ayudar a los otros; y no hay, entre estos dos aspectos del instituto, posibilidad de conciliación. Lo menos que se puede concluir de ello es que el condenado, el cual, aun habiendo quedado redimido antes del término fijado para la condena, continúa en prisión porque debe servir de ejemplo a los otros, es sometido a un sacrificio por interés ajeno; este se encuentra en la misma línea que el inocente, sujeto a la condena por uno de aquellos errores judiciales que ningún esfuerzo humano conseguirá nunca eliminar. Bastaría para no asumir frente a la masa de los condenados aquel aire de superioridad que desgraciadamente, más o menos, el orgullo, tan profundamente anidado en lo más íntimo de nuestra alma, inspira a cada uno de nosotros; ninguno, verdaderamente sabe, en medio de ellos, quién sea o no sea culpable y quién continúe o no continúe siendo.

Como quiera que sea, aun cuando la pena debe servir para asustar a los otros, debería al mismo tiempo servir para redimir al condenado; y redimirlo quiere decir curarlo de su enfermedad. A cuyo fin se debería saber en qué consiste su enfermedad. Aquí las cosas que se han de decir son las más simples y las más amargas; mientras la medicina del cuerpo ha realizado progresos maravillosos, la medicina del espíritu se encuentra todavía en un estadio infantil. Cristo, hasta ahora, sobre este tema, ha predicado en el desierto. Al colocar al preso, junto al enfermo, en la cima de la escala de los pobres. Él ha dicho bien claro que la delincuencia es una forma de pobreza: al hambriento le falta la comida, el agua al sediento, el vestido al desnudo, la casa al vagabundo, la salud al enfermo; ¿que es lo que le falta, pues, al preso? Cristo, al invitarnos a visitarlo ha hablado claro: la visita es un acto de amistad. Es muy simple: ¿no es el delito, en cambio, un acto de enemistad? Parece imposible que el estudio del delito haya presentado tantas dificultades y tantas complicaciones. ¿Cómo no recordar las otras palabras de Cristo: "te doy las gracias, Padre, porque estas cosas las has revelado a los pequeños y las has ocultado a los sabios"? Es necesario ser pequeños para comprender que el delito se debe a una falta de amor. Los sabios buscan el origen del delito en el cerebro; los pequeños no olvidan que, precisamente como ha dicho Cristo, los homicidios, los robos, las violencias, las falsificaciones vienen del corazón. Es al corazón del delincuente al que, para curarlo, debemos llegar. Y no hay otra vía para llegar a él sino la del amor. La falta del amor no se colma más que con el amor. "Amor che a nullo amato amar perdona". La cura de la que el preso tiene necesidad es una cura de amor.

¿Y el castigo? La pena, sin embargo, debe ser un castigo. De acuerdo; pero el castigo no es en absoluto incompatible con el amor. El padre que no emplea el bastón no ama al hijo, se dice en la Biblia. El castigo, para un corazón de padre, exige más amor que el perdón, precisamente porque, al castigar al hijo, se castiga a sí mismo; no hay corazón de padre que no sangre por el sufrimiento del hijo. El amor por el condenado no excluye en absoluto la severidad de la pena. Bajo este aspecto, por fortuna, no existen antinomias en el instituto de la pena, sino solamente una batalla a combatir, en nombre de la civilidad.

La batalla no es por la reforma de la ley sino por la reforma de la costumbre. La ley, especialmente con las modificaciones más recientes, hace por el condenado lo que puede. No es necesario pretender todo del Estado. Desgraciadamente este es uno de los hábitos que se van consolidando cada vez más entre los hombres; y también este es un aspecto de la crisis de la civilidad. Sobre todo no se debe pedir al Estado lo que el Estado no puede dar. El Estado puede imponer a los ciudadanos el respeto, pero no les puede infundir el amor. El Estado es un gigantesco robot, al cual la ciencia le ha podido fabricar el cerebro pero no el corazón. Le corresponde al individuo sobrepasar los límites, en los cuales debe detenerse la acción del Estado. Al llegar a un cierto punto, el problema del delito y de la pena deja de ser un problema jurídico  para  seguir  siendo  solamente,  un  problema  moral.  Cada  uno  de  nosotros  está comprometido, personalmente, en la redención del culpable y responde de ella. A darle, en último análisis, tal conciencia y a hacerle sentir tal responsabilidad están dirigidas estas conversaciones. Ya desde el principio, mientras se desarrolla el proceso para la comprobación del delito, antes, en suma, de la absolución o de la condena, el comportamiento de cada uno de nosotros puede tener una influencia notable para facilitar su curso y, en todo caso, para disminuir los sufrimientos que el proceso ocasiona. En otros términos, cada uno de nosotros es un colaborador invisible de los órganos de la justicia. Pero, hasta la condena, puede bastar el respeto.

Después de la condena no basta ya. El condenado es el pobre, por excelencia, en su desnudez. No hay una necesidad más angustiosa que la necesidad del amor. Es necesario verlos, dentro del burdo uniforme a grandes rayas, hecho para separarlos de los otros hombres, alzar sobre nosotros una mirada, en la cual se expresa, aun cuando trate de ocultarse, el sentido mortífero de su inferioridad, para comprender el bien que puede proporcionar a ellos una sonrisa, una palabra, una caricia. Un bien del cual en un primer momento no se dan cuenta. Al cual incluso pueden, al principio, tratar de resistir, pero que después, poco a poco, se insinúa en ellos, se apodera de ellos, los conquista, los endulza, exprime de su corazón sentimientos que parecían sepultados y de sus labios palabras que parecían olvidadas. Es necesario haber vivido esta experiencia para comprender que nuestro comportamiento frente a los condenados es el índice más seguro de nuestra civilidad.

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