martes, 4 de marzo de 2025

LAS MISERIAS DEL PROCESO PENAL. CAPITULO XI. LA LIBERACIÓN.

 XI

LA LIBERACIÓN

 

Finalmente,  para  el  preso,  llega  el  día  de  la  liberación.  Y  entonces,  el  proceso verdaderamente ha terminado.

Es decir: el día de la liberación puede llegar de seguro; pero a condición de que se entienda la verdadera liberación de la prisión, que es nuestra finitud, y no quiero tampoco decir de nuestro egoísmo, ya que basta decir de nuestro yo; la puerta está siempre abierta para evadirse y no son necesarios grandes esfuerzos a tal objeto; basta sentir el peso de nuestra soledad y con él la necesidad del otro que está próximo; cuando se siente la necesidad del otro se termina por sentir la necesidad de Dios. Muchos conciben a Dios como infinitamente distante y se imaginan que es necesario para alcanzarlo un interminable camino; pero no recuerdan la respuesta que Él a dado a Blas Pascal: puesto que me buscas, me has encontrado ya. Dios está siempre próximo al hombre; lo infinito está al borde de lo finito; no es necesario más que reconocerlo, lo que, probablemente, en la cárcel es más fácil que fuera. Una vez reconocido, la cárcel se convierte en un alcázar. En este sentido, verdaderamente, la liberación está al alcance de la mano de todo condenado. No existen ni rejas ni guardianes que le puedan privar de liberarse. Pero no es de esto de lo que ahora quiero hablar. La ocasión vendrá dentro de poco.

Porque si, por el contrario, la liberación se entiende en sentido físico, en lugar de espiritual, su día puede también no llegar. El pensamiento corre ahora al ergástulo, reclusión que dura por toda la vida: al ergastulano la puerta de la cárcel no se le abre sino para dejar pasar su cadáver. Esto quiere decir que para él, el proceso no tiene fin. Y puesto que la penitenciaría es, o debería ser, un sanatorio para recuperar las almas enfermas, la condena al ergástulo es la declaración de que el alma de un hombre está perdida para siempre. El tono lúgubre de estas palabras inspira un sentido de horror; pero no para aquel a quien están dirigidas, sino para aquel que las ha pronunciado. La Corte de casación italiana en secciones unidas, que es la más alta expresión de la justicia humana en nuestro país, no solo ha negado, hace pocos meses lo inhumano del ergástulo cuanto la seriedad de quien ha sostenido ese carácter inhumano. Paciencia. No hay que levantarse ni inquietarse contra este juicio. También la Casación es un juez, y como todos los jueces, puede equivocarse. Desgraciadamente, los jueces yerran tanto más fácilmente cuanto más seguros se crean de no yerran. Mientras el magisterio de la Iglesia, si con el proceso de beatificación declara la certeza de elevación de un santo al paraíso, no conoce un proceso dirigido a verificar el precipicio de un réprobo al infierno, y los teólogos, temerosos de escrutar en el corazón de los hombres y más aún en el corazón de Dios, no osan afirmar la condena al infierno ni siquiera de Judas, la magistratura italiana, por la voz de su órgano más insigne, ha declarado conforme a la humanidad el que un hombre sea condenado para toda la vida, esto es, que la pena de la reclusión, como la del infierno, no tenga nunca fin. Si fuera necesario una prueba más de la miseria del proceso, la misma nos ha sido proporcionada.

Pero también para los reclusos no condenados al ergástulo, puede ocurrir que no llegue el día en que salgan vivos, de la prisión. Un terrible aspecto de la condena a la reclusión, aún por un período breve, es este de que nadie está seguro de no morir dentro de aquel período. Esto basta para decir que el proceso penal, el cual no cesa con la condena sino que sigue con la expiación, puede durar hasta la muerte. La eventualidad de la muerte en la cárcel es el riesgo más grave del encarcelamiento. Y no porque una interpretación benévola de la disciplina carcelaria no consienta al moribundo el último saludo de sus seres queridos, sino porque aquel morir le trunca la esperanza del retorno al consorcio humano. Esta, la esperanza de entrar de nuevo en el consorcio humano, de despojarse finalmente del horrible uniforme, de asumir de nuevo el aspecto del hombre libre, de retomar su puesto en la sociedad, es el oxígeno que alimenta al preso. Desde el momento en que ha entrado en la prisión, esta es la razón de su vida. En privarlo de ella, está lo inhumano de la condena por toda la vida. El condenado a ergástulo no tiene ni siquiera la conformación de contar los días. Y la de contar los días es la vida del preso.

Pero, desgraciadamente, en la mayor parte de los casos también este esperar es falaz. El proceso, sí, con la salida de la prisión está terminado. Pero la pena, no: quiero decir el sufrimiento y el castigo.

Se puede pensar, especialmente en cuanto a las condenas de larga duración, en las dificultades ocasionadas al liberado de la cárcel por el cambio de las costumbres, de las relaciones interrumpidas, de los ambientes modificados todo esto no puede dejar de determinar una crisis, que podría también llamarse la crisis del renacimiento. Si no fuese porque esto, sin embargo, sería poca cosa.

Por el contrario, en la mayor parte de los casos, no se trata de una crisis. La cuestión es mucho más grave. El preso, al salir de la prisión, cree no ser ya un preso; pero la gente, no. Para la gente él es siempre un preso, un encarcelado; a lo más, se dice ex-carcelado; en esta fórmula está la crueldad y está el engaño. La crueldad está en pensar que, tal como uno ha sido, debe continuar siendo. La sociedad clava a cada uno a su pasado. El rey, aun cuando según el derecho no sea ya rey, es siempre rey; y el deudor, aun cuando haya pagado su deuda, es siempre deudor. Este ha robado; lo han condenado por esto; ha cumplido su pena, pero...

En ese pero, decía, está la crueldad y está el engaño. Pero podría robar todavía: ergo, yo no le doy trabajo. Así razona la gente. Y nada cuenta que, al razonar así, ante todo, en lugar de razonar se aparte de todo razonamiento; si razonase, se daría cuenta de que no ya el futuro depende del pasado, sino el pasado del futuro; si esto no fuese verdad, se negaría la redención e incluso la resurrección. La fórmula del ex resulta sacrílega precisamente por esto. Pero los hombres, que lo ven todo al revés, continúan estando persuadidos de que cada uno seguirá siendo como ha sido; y no la gente vulgar solamente, sino también los hombres de gran cultura, e incluso aquellos que hacen profesión de cristianismo. De cualquier manera, y aunque este fuese un razonar justo, olvidarían ellos que, cuando se llega a un cierto punto, no basta razonar; la razón es necesaria; pero no es suficiente. Si no existiese más que la razón, no existiría la caridad. La caridad, esencialmente, es locura. Si San Francisco hubiese razonado, ¿habría nunca besado al leproso, con el riesgo de contraer el contagio? Ciertamente, eso de tomar a su servicio un ex- ladrón en el propio establecimiento o en la propia casa, es un riesgo; podría estar pero también podría no estar curado. ¡El riesgo de la caridad! Y la gente razonable trata de evitar los riesgos. In dubis abstine. Así el ex-ladrón queda sin trabajo. Llama a esta puerta; llama a aquella otra: son todas personas razonables las que podrían darle el modo de ganarse el pan. Estas personas razonables quieren quedar garantizadas; para su garantía ¿no se ha instituido el certificado penal? ¡Fuera, pues, el certificado penal! El ex-ladrón, así, está marcado en la frente: ¿quién ha de darle trabajo? ¡Ah las ilusiones de la cárcel, cuando se contaban ansiosamente los días que faltaban para la liberación! ¿El Estado? El Estado es un ser razonable también. Cuando se trata de proclamar los principios, especialmente en régimen de democracia, el Estado es el primero en dar el ejemplo: "el imputado no es considerado culpable mientras no sea condenado por sentencia definitiva"; "Italia es una República fundada sobre el trabajo"; “La República tutela el trabajo en todas sus formas". Pero cuando se trata de tutelar sus intereses, también el Estado arruga la frente. Un empleado público está bajo la sospecha de haberse apropiado de los fondos del erario y es sometido a proceso penal; puede ocurrir que no sea cierto; puede también tratarse de poca cosa; puede ser que él se haya encontrado cargado de familia, en los tiempos que corren, en una situación desesperada. Puede ser, pero la ley es la ley: mientras tanto, suspendido de empleo y sueldo hasta la sentencia definitiva; la Constitución lo considera todavía inocente, pero un inocente que no tiene ya derecho a ganarse el pan. Se sigue el proceso y se le infligen tres años de reclusión; si este es su castigo, una vez transcurridos, debería volver a ser aquello que era antes; en cambio, no: el empleo queda definitivamente perdido; para él, la salida de la cárcel es el principio en vez del final de un calvario. Un maestro, afectado por una condena, no puede volver a trabajar como maestro, después de haberla cumplido. Un capitán de barco, salido de la prisión, no puede volver a ejercer nunca su profesión. No son ejemplos inventados; los he tomado los tres, de mi experiencia más reciente. Por lo demás, no habría ni siquiera necesidad de ello, porque se trata de cosas más que sabidas por todos: ¿quién ignora que para aspirar a un empleo público, es necesario que el certificado penal sea limpio?

Y ni siquiera se puede discutir que esta es la exigencia más razonable de este mundo. Ni que, si el Estado se comporta así, los ciudadanos no tienen razón para imitarlo. Solo, en términos de razón, igualmente se debe reconocer que esto del preso, que cuenta los días soñando en la liberación, es nada más que un sueño; serán necesarios muy pocos días después que la puerta de la prisión se haya abierto, para despertarlo. Entonces, desgraciadamente, día por día su visión del mundo se invierte: en fin de cuentas se estaba mejor en galeras. Este lento deshojarse de su ilusión; este cambio de las posiciones, este disgustarse de la que él creía ser la libertad, este retornar del pensamiento a la prisión, como a aquella que es, actualmente, su casa, se describe magníficamente en una conocida novela de Hans Fallada; pero la gente no debe creer que sean situaciones creadas por la fantasía del escritor: la invención corresponde, desgraciadamente, a la realidad.

Y tampoco aquí, debemos decirlo una vez más, se quiere protestar en absoluto contra la realidad. Basta con conocerla. El resultado de haberla conocido es este: la gente cree que el proceso penal termina con la condena, y no es verdad; la gente cree que la pena termina con la salida de la cárcel, y no es verdad; la gente cree que el ergástulo es la única pena perpetua y no es verdad. La pena, si no propiamente siempre, en nueve de cada diez casos, no termina nunca. Quien ha pecado está perdido. Cristo perdona, pero los hombres no.

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