MONOGRAFÍAS
JURÍDICAS
55
LAS MISERIAS DEL PROCESO
PENAL
Cuarta reimpresión
por
FRANCESCO CARNELUTTI
TRADUCCIÓN DE SANTIAGO SENTIS MELENDO
PREFACIO
La Voz de San Jorge parte del Centro de cultura
y civilidad de la Fundación Giorgio Cini, que tiene su sede en Venecia, ciudad
maravillosa, en esa isla situada frente a la placeta de San Marcos, y al Palacio Ducal, que las arquitecturas de
Buora, de Palladío y de Longhena, hoy resurgidas en su antiguo esplendor, han
circundado de tanta maravilla.
El Centro se propone hacer servir la cultura a la
civilidad o sea, en sencillas palabras, el saber
a la bondad. Debería ser este el destino del saber; pero no siempre las cosas
van como deberían ir. También el saber,
para poner un ejemplo, como la energía atómica, puede servir al bien
o al mal, a hacer que los hombres lleguen a ser más malos o más buenos, a hacer
levantar la cabeza en acto de soberbia o a hacerla inclinar en acto de
humildad.
Lo que, a tal objeto, se debería hacer este año
es razonar algo en torno al proceso penal. Un
tema científico, a primera vista, poco a propósito para una conversación con el
gran público, el cual, especialmente en la radio, tiene
ganas de divertirse. Pero aquí está precisamente el nudo de la cuestión, en
tema de civilidad. Divertirse quiere decir escapar de la vida cotidiana, la
cual es tan monótona, tan difícil, tan
amarga, que hace que resulte irresistible la necesidad de evasión. No estoy
fuera de la realidad hasta el extremo de no reconocer, e incluso de no
experimentar, esta modesta necesidad. Pero existe otra salida para evadirse,
además de la diversión. Es la salida opuesta; y dice el proverbio que
los extremos se tocan.
Esta salida es el recogimiento. Al fin y al cabo
no hay evasión más completa que la plegaria, que es la
forma exquisita del recogimiento. Mucha gente no lo sabe porque no prueba. Pero
quienes han probado el consuelo de la plegaria, saben lo que se ha de pensar
respecto de la diversión y del recogimiento.
Un poco en todos los tiempos, pero en la época
actual cada vez más interesa el proceso
penal a la opinión pública. Los diarios ocupan
una buena parte de sus páginas con la crónica de
los delitos y los procesos. Quien los lee, tiene
incluso la impresión de que, en este mundo, se
produzcan muchos más delitos que buenas acciones.
Lo que ocurre es que los delitos se
asemejan a las amapolas, que cuando hay una en
un campo, todos se dan cuenta de ella; y las
buenas acciones se ocultan, como las violetas,
entre la yerba del prado. Si los diarios se ocupan
con tanta asiduidad de los delitos y de los
procesos penales, es porque la gente se interesa
mucho por ellos; sobre los procesos penales llamados célebres, se lanza
ávidamente la curiosidad
del público. Y es también esta una forma de
diversión; se evade de la propia vida ocupándose de
la vida de los demás; y la ocupación no es nunca
tan intensa como cuando la vida de los demás
asume el aspecto del drama. Lo malo es que se
asiste al proceso de la misma manera en que se
goza del espectáculo en el cinematógrafo, el cual, por lo demás, finge
con mucha frecuencia tanto
el delito como el correspondiente proceso. Pero
puesto que la actitud del público respecto de los
protagonistas del drama penal es la misma que
tenía en un tiempo la multitud frente a los
gladiadores que combatían en el circo, y tiene
todavía, en ciertos países del mundo, frente a las
corridas de toros, el proceso penal no es,
desgraciadamente, otra cosa que una escuela de
incivilidad.
Lo que con estos coloquios se desearía es hacer
del proceso penal un motivo de
recogimiento en lugar de serlo de diversión. No
vale oponer a esto que en torno a ese proceso se
reúnen los hombres de ciencia; y que nada tienen
que hacer los hombres de la calle. Los juristas,
es cierto, lo estudian y aun lo deberían
estudiar todavía mejor para conseguir que su mecanismo,
delicado como ningún otro, se perfeccione; es
este un problema con mucha más semejanza de la
que pueda creerse respecto de los problemas de
mecánica que resuelven los ingenieros; y
también de esa semejanza debería darse cuenta la
gente. Pero puesto que también los hombres
de la calle se interesan en el proceso penal,
resulta necesario que no lo confundan con un
espectáculo cinematográfico, al cual se asiste
para conseguir emociones. Pocos aspectos de la
vida social afectan tanto como este a la civilidad.
No es la primera vez que me ocurre advertir que la civilidad (con
palabras muy simples que
rara vez se leen en los libros, porque los
hombres desgraciadamente son y quieren ser aún más,
en cambio, terriblemente complicados) no es otra
cosa sino capacidad de los hombres de amarse
y, por eso, de vivir en paz. Ahora bien, el proceso
penal es una piedra de toque de la civilidad no
solo porque el delito, con tintas más o menos
fuertes, es el drama de la enemistad y de la
discordia, sino porque representa la relación
entre quien lo ha cometido, o se dice que lo ha
cometido y aquellos que asisten a éI. A propósito
de los ejemplos, recordados hace un momento
es necesario reflexionar en torno a lo que
ocurría en las gradas del Circo Máximo, en tiempos de
Roma, o que ocurre todavía en las de las plazas
de toros de España, de México, o de Perú.
Pensaba en ello un día de setiembre pasado,
durante la proyección de una película mexicana, en
la cual estaba admirablemente recogido el estado
de ánimo del público embrutecido contra el
torero porque no demostraba un suficiente desprecio del peligro; ¿quién
era más bestial, el público
o el toro? Aquella actitud no se puede explicar
sino mediante una separación entre quien asiste y
quien actúa, de tal manera que el gladiador, más
que un hombre, es considerado una cosa.
Considerar al hombre como una cosa: ¿puede haber
una fórmula más expresiva de la incivilidad?
Sin embargo, es lo que ocurre, desgraciadamente, nueve de cada diez
veces en el proceso penal.
En la mejor de las hipótesis, los que se van a
ver, encerrados en la jaula como los animales en el
jardín zoológico, parecen hombres ficticios más
bien que hombres verdaderos. Y si alguno se da
cuenta de que son hombres verdaderos, le parece
que se trata de hombres de otra raza o,
podríamos decir, de otro mundo. Este que así
piensa no recuerda, cuando siente así, la parábola
del publicano y del fariseo, y no sospecha que
su mentalidad es propiamente la del fariseo: yo no
soy como este.
Lo que se necesita, en cambio, para merecer el
título de hombre civil, es invertir tal actitud
solo
cuando lleguemos a
decir, sinceramente, yo
soy como este,
entonces seremos
verdaderamente dignos de la civilidad. Para
intentar provocar esta inversión, trataremos juntos de
comprender lo que es un proceso penal. Al obrar
así, yo no hago, después de todo, más que
recorrer de nuevo mi camino. También yo, como la
mayor parte de vosotros, cuando era niño,
sentía la curiosidad, ya que no fuese
verdaderamente apasionado, por este espectáculo. Os
contaré, al respecto, dentro de poco un episodio.
En la Universidad, sin embargo una serie de
circunstancias de las cuales he comprendido más
tarde el propicio designio, me desviaron del
derecho penal hacia el derecho civil. Así, durante largos años, yo he
sido más bien un civilista que
un penalista; también mi actividad científica se ha desarrollado. más
ampliamente en el terreno del
derecho civil. Pero había subsistido en mí una
atracción secreta hacia el derecho y el proceso
penal. Existía una especie de corriente
subterránea, que al llegar a un cierto punto, ha salido a la
superficie de la tierra. Estaría fuera de lugar
el recordar con detalle las ocasiones que la vida me
ofreció: es un hecho que, un día, de la cátedra
del proceso civil he pasado a la del derecho y
después a la del proceso Penal. Y ha ocurrido lo
mismo que ocurre en una montaña cuando,
después de un largo camino encajonado entre las
rocas, se alcanza la cima y se abre por fin ante
los ojos el panorama iluminado por el sol.
¿Se asombra alguno por este parangón? ¿No está
el derecho penal en el valle más bien
que en la cima? ¿No es el derecho de la sombra
más bien que el derecho del sol? La verdad es
que, según una admirable intuición de San Pablo,
nosotros miramos las cosas en el espejo y, por
eso, las vemos invertidas. El derecho penal, sí,
es el derecho de la sombra; pero es necesario
atravesar la sombra para llegar a la luz. Al
menos a mí me ha ocurrido así. Cada uno hace su
camino; y el camino, como el rostro de cada uno,
es diverso del camino de los otros. Yo, mientras
me he dedicado a tratar con los denominados hombres de bien, me he
considerado un hombre de
bien; y no he dado un paso hacia la cima. Ha
sido el conocimiento de los bribones el que me ha
hecho conocer que no soy en absoluto mejor que ellos y que estos no son
en absoluto peores que
yo; y era lo que se necesitaba, para un hombre
como yo, más bien inclinado al orgullo si no
propiamente a la soberbia. Quiero decir que
también yo he estado por mucho tiempo en las
gradas del circo mirando de arriba abajo a los gladiadores como si no
fueran mis hermanos. Si los
que están allí en medio arriesgando la vida,
fuesen nuestros hermanos, ¿no es cierto que se
correría hacia ellos para dividirlos y para
salvarlos? No podría decir con precisión cómo haya
ocurrido el que, poco a poco, de extraños se
hayan convertido en hermanos. Pero, en definitiva,
eso ha ocurrido, y es lo que importa. Desde aquel
día se ha abierto ante mí un magnífico
panorama, iluminado por el sol.
Ciertamente, yo no me hago ilusiones en torno a la eficacia de mis
palabras. Pero no olvido
que, según la enseñanza de aquel sensacional
filósofo que todos deberíamos ver en Cristo, aun
queriendo considerarlo solamente como hijo del
hombre, las palabras son semillas. Aun cuando
con el gramo mío se mezcle desgraciadamente mucha
cizaña, alguno de estos gramos puede ser capaz de germinar. Por
eso, sin presunción pero con devoción, lo siembro. No pretendo que la cosecha me remunere con ciento, ni con sesenta, ni con
treinta por uno. Aun cuando uno solo de los gramos germinase, no habría sembrado
en vano.
I
LA TOGA
Lo primero que impresiona a quien se asoma a un
aula en la que se debate un proceso
penal, es que ciertos hombres, que allí actúan,
visten un uniforme, una "divisa". Esta ha sido la
primera impresión de la justicia, todavía en los
años de mi infancia, cuando, acompañado a
presenciar un cierto cortejo desde las ventanas
del palacio donde tiene su sede la Corte de
apelación de Florencia, en la vía Cavour, vi
salir de una sala un magistrado con toga, y quedé con
la boca abierta.
¿Por qué los magistrados y los abogados llevan la
toga? No parece un vestido de trabajo, como lo es para los
médicos la bata blanca. Por lo que respecta a lo que tienen que hacer, jueces y defensores podrían no cambiarse o no cubrir el
vestido ordinario. Hay, en efecto, países en los cuales
la toga no se usa; lo mismo ocurre entre nosotros en cuanto a los grados
inferiores de la jerarquía judicial.
Entonces ¿de que se trata? ¿Solo de un obsequio a la tradición? Pero, la tradición,
¿por qué se ha establecido?
Yo creo que la respuesta puede venir de la misma
palabra. Ciertamente, como he dicho, la toga es una
"divisa", como la de los militares, con la diferencia de que los
magistrados y los abogados la llevan
solamente de servicio, y hasta en ciertos actos del servicio particularmente solemnes;
en Francia, y,
sobre todo, en
Inglaterra, donde la
tradición se observa
más estrictamente, un abogado la debe llevar siempre
dentro del palacio de justicia.
Me
pregunto por qué
el traje de
los militares se
llama "divisa". Divisa
viene,
manifiestamente, de dividir; ¿qué tiene que ver
con el traje militar la idea de la división? La
sorpresa se desvanece inmediatamente si al verbo
dividir se sustituye otro, muy afín, discernir o
distinguir. Hay necesidad de separar a los
militares de los civiles, ¿no es cierto? La "divisa" es el
signo de la autoridad.
Tenía
razón para decir
que la observación
de las palabras
nos habría orientado inmediatamente;
en el aula de justicia se ejercita, por excelencia, la autoridad; se comprende
que los que la ejercitan hayan de
distinguirse de aquellos sobre los cuales se ejercitan. Es la misma razón por la cual también los sacerdotes visten una
"divisa"; y, todavía más, cuando celebran las funciones
litúrgicas, se endosan las vestiduras sagradas.
La
"divisa" se llama
también uniforme. El
significado de esta
otra palabra parece contradecir, sin
embargo, al de la primera, puesto que alude a una unión en lugar de a una división. Pero son, en el fondo, dos significados
complementarios: la toga, verdaderamente, como el
traje militar, desune y une; separa a los magistrados y a los abogados de los
profanos para unirlos entre sí. Unión que, observemos bien, tiene un
grandísimo valor.
Unión de los jueces entre sí, en primer lugar. El
juez, como se sabe, no es siempre un
hombre solo; a menudo, para las causas más
graves, está formado por un colegio; sin embargo,
se dice "el juez", también cuando los
jueces son más de uno, precisamente porque se unen uno
con otro, como las notas que emite un instrumento
se funden en los acordes. La toga de los
magistrados no es, pues, solamente el signo de la
autoridad sino también el de la unión; o sea el
signo del vínculo que los liga conjuntamente. Hay
en el fondo de esto una idea coral, que hace el
ambiente todavía más solemne. Si vemos, por
ejemplo, la corte de casación en secciones unidas,
donde actúan, togados, al menos quince magistrados, nos viene a la mente
una reunión de frailes,
cuando cantan las completas o los maitines,
encuadrados en los bancos del coro. Quien sepa
cómo opera la justicia colegiada, no encontrará demasiado atrevida esta
imagen del acuerdo y del
coro.
El concepto del uniforme sirve todavía más para
aclarar la razón por la cual visten la toga
no solamente los jueces sino también el
ministerio público y los abogados. Dentro de poco
trataremos de comprender la necesidad de estas
otras figuras al lado de los jueces; de todas
maneras es bien sabido por todos que no
pertenecen a aquellos que juzgan sino que, por el
contrario, también ellos son juzgados: el
acusador y el defensor oyen que se les dice, al final, por
el juez, si han tenido razón o no; ¿no es esto ser juzgados? Están
ellos, pues, respecto del juez, al
otro lado de la barricada. Se diría pues, si la toga
es el signo de la autoridad, que no la deberían
usar; y, además, si es el signo de la unión,
¿por qué mientras el acuerdo reina entre los jueces, el
desacuerdo, en cambio, no solo divide sino que
debe dividir al acusador del defensor? En una
palabra, mientras el juez está allí para imponer
la paz, el ministerio público y los abogados están
para hacer la guerra. Precisamente, en el proceso, es necesario hacer la
guerra para garantizar la
paz. Ahora bien, esta fórmula puede tener un
cierto sabor de paradoja; pero llegará el momento
en que podremos apreciar la verdad de ella. La toga
del acusador y del defensor significa, pues,
que lo que hacen es hecho en servicio de la
autoridad; en apariencia están divididos, pero en la
realidad están unidos en el esfuerzo que cada uno realiza para alcanzar
la justicia.
En conjunto, estos hombres en toga dan al
proceso, y especialmente al proceso penal, un
aspecto solemne. Si la solemnidad resulta
oscurecida, como desgraciadamente ocurre no pocas
veces, por negligencia de los abogados y de los
propios magistrados, que no respetan como
deberían la disciplina, ello redunda en
menoscabo de la civilidad. En el tribunal se debería estar
con igual recogimiento que en la Iglesia. Los
antiguos han reconocido un carácter sagrado al
imputado porque, decían, estaba consagrado a la
vindicta de los dioses; tenían así ellos la
intuición de una verdad profunda. El juicio, el
verdadero, el justo juicio, el juicio que no falla está
solamente en las manos de Dios. Si los hombres,
sin embargo, se encuentran en la necesidad de
juzgar, deben tener al menos la conciencia de
que hacen, cuando juzgan, las veces de Dios. La
afinidad entre el juez y el sacerdote no resulta
desconocida ni siquiera para los ateos, que hablan
a este respecto de un sacerdocio civil.
La toga, sin duda, invita al recogimiento.
Desgraciadamente hoy en día, y cada vez más,
bajo este aspecto, la función judicial se
encuentra amenazada por los peligros opuestos de la
indiferencia o del clamor: indiferencia en cuanto a los procesos
minúsculos, clamor en cuanto a los
procesos
célebres. En aquellos,
la toga parece
un arnés inútil;
en estos se
asemeja,
desgraciadamente, a un disfraz teatral. La
publicidad del proceso penal, la cual responde no solo
a la idea del control popular sobre el modo de administrar
la justicia sino también y más
profundamente a su valor educativo, ha degenerado
desgraciadamente en una ocasión de
desorden. No solamente el público que llena las
aulas hasta un límite inverosímil, sino también la
intervención de la prensa, que precede y sigue el proceso con
indiscretas imprudencias y no raras
veces impudencias, contra las cuales nadie osa
reaccionar, han destruido toda posibilidad de
recogimiento para aquellos a los cuales incumbe,
el tremendo deber de acusar, de defender, de
juzgar. Las togas de los magistrados y de los
abogados se pierden actualmente entre la multitud.
Son cada vez más raros los jueces que tienen la severidad necesaria para
reprimir este desorden.
Hace casi cincuenta años, celebrándose en Venecia
un juicio por homicidio, sobre el cual
convergía
la morbosa curiosidad
de todo el
mundo, en el
aula de la
Corte de Assises,
inverosímilmente abarrotada, cuando se levantó
para ser interrogada, emergiendo de la jaula su
estupenda figura, María Nicolaevna Tarnovskij, y
un centenar de señoras, que llenaban los
lugares reservados, puestas a su vez en pie,
dirigieron sobre ella sus “impertinentes" y sus
gemelos. Ángelo Fusinato, presidente insigne,
exclamó con indignación contenida: "mañana este
espectáculo incivil no se repetirá ya". Más
que las medidas que él supo tomar e inflexiblemente
mantener durante el largo curso del proceso,
recuerdo ahora, como las oí pronunciar, sus
memorables palabras: "¡este espectáculo incivil!". Era el
mismo presidente, el que no toleraba que
un abogado se comportase en el hablar, en el
vestir, en el gesto, de modo no conforme a la
dignidad de su oficio y, por otra parte, cuando
se dio cuenta, decidiendo una causa civil, haber
cometido un error, no tuvo tranquilidad hasta el
momento en que le fue posible hacer de ello
pública rectificación. He aquí un magistrado, el
cual había comprendido el valor que tiene el
proceso penal para la civilidad de un pueblo.
Los abogados de Venecia, para celebrar su ejemplo
de firmeza, de dignidad, de abnegación, han ornado con su busto el gran
atrio superior de la Corte
de apelación, y yo he querido recordar ahora su
figura casi como para colocar bajo su protección
lo que estoy diciendo en torno a esta más alta
experiencia de civilidad, que debería ser el proceso
penal.
II
EL PRESO
A la solemnidad, por
no decir a la majestad de los hombres en toga, se contrapone el hombre en la jaula. No olvidaré nunca la impresión que
ello me produjo la primera vez en que, adolescente apenas,
entré en el aula de una sección penal del Tribunal de Turín. Aquellos, podría
decirse, por encima del nivel del hombre; este, por bajo de ese nivel,
encerrado en la jaula, como un animal peligroso.
Solo, pequeño, aunque sea de estatura elevada, perdido, aun cuando trate de
aparecer desenvuelto, necesitado, necesitado, necesitado
Cada uno de nosotros tiene sus preferencias, aun
en materia de compasión. Los hombres
son diversos entre sí incluso en el modo de
sentir la caridad. También este es un aspecto de
nuestra insuficiencia. Los hay que conciben al
pobre con la figura del hambriento, otros con la del
vagabundo, otros con la del enfermo; para mí, el
más pobre de todos los pobres es el preso, el
encarcelado.
Digo el encarcelado, obsérvese bien, no el
delincuente. Digo el encarcelado, como lo ha
dicho el Señor, en aquel famoso discurso referido
en el capítulo vigésimoquinto del Evangelio de
San Mateo, que ha ejercido sobre mí una fascinación incalculable; y
hasta ayer, podría decirse, he
creído que preso se dijese como sinónimo de
delincuente, pero me equivocaba y la equivocación
ha sido uno de los tantos episodios, aptos para
demostrar que nunca se meditan bastante los
discursos de Jesús.
El delincuente mientras no está preso, es otra
cosa. Confieso que el delincuente me repugna; en ciertos
casos me produce horror. Entre otras cosas, a mí, el delito, el gran delito, me
ha ocurrido verlo, al menos una vez, con mis propios ojos; los que reñían
parecían dos panteras; he quedado
absolutamente horrorizado; y, sin embargo, bastó que yo viese a uno de los dos hombres que había derribado al otro con un golpe
mortal, mientras los carabineros que acudieron providencialmente, le ponían las
esposas, para que del horror naciese la compasión: la verdad es que,
apenas esposado, la fiera se ha convertido en un hombre.
Las esposas, también las esposas son un emblema
del derecho; quizá, pensándolo bien,
el más auténtico de sus emblemas, todavía más
expresivo que la balanza y la espada. Es
necesario que el derecho nos sujete las manos. Y precisamente las
esposas sirven para descubrir
el valor del hombre, que es, según un gran
filósofo italiano, la razón y la función del derecho.
Quidquid
latet apparebit, repite él a este respecto con el Dies
irae: todo lo que está oculto, saldrá a
la luz. Lo que estaba oculto, la mañana en que vi
a uno de los hombres lanzarse contra el otro,
bajo las apariencias de la fiera, era el hombre;
tan pronto como le apretaron las muñecas con las
cadenas, el hombre reapareció: el hombre, como yo, con su mal y con su
bien, con sus sombras y
con sus luces, con su incomparable riqueza y con
su miseria espantosa. Entonces nació, del
horror, la compasión.
¿No me he dejado arrastrar ahora por la
literatura, al hablar, a propósito del delincuente,
de mal y de bien, de sombra y de luz, de miseria
y de riqueza? Me han censurado muchas veces,
incluso últimamente, con ocasión de una
desdichada batalla por la abolición del ergástulo, una
cosa que alguno define como una ingenuidad.
¡Ojalá que lo fuese! La verdad es que Francisco,
precisamente porque ha interpretado a Cristo
mejor que ningún otro, ha llegado más al fondo que
ningún otro en el abismo del problema penal.
Francisco, solo Francisco ha comprendido, al besar
al leproso, lo que había querido decir Jesús con la invitación a visitar
a los presos. Los sabios, que
continúan considerando la pena, según una fórmula
famosa, como un mal que se hace sufrir al
delincuente por el mal que él ha hecho sufrir,
ignoran u olvidan lo que Cristo ha dicho a propósito
del demonio que no sirve para expulsar al
demonio: no es con el mal con lo que se puede vencer
al mal. Ya Virgilio, antes de que descendiese
sobre los hombres la luz de Cristo, había cantado:
omnia vincit amor,
el amor solamente es siempre victorioso. No se puede hacer una neta división
de los hombres en buenos y malos. Desgraciadamente nuestra corta visión
no permite apreciar un
germen de mal en aquellos que se llaman buenos, y un germen de bien en
aquellos que se llaman
malos. Y esta visión tan corta depende de que nuestro intelecto no está
iluminado por el amor.
Basta tratar al delincuente en lugar de como una
bestia, como un hombre para apreciar en él la incierta llama del
pabilo humeante, que la pena en vez de apagar debe reavivar.
Pocas veces he visto una expresión tan torva
como la de un homicida al que defendí hace
años
ante una Corte
de Assises de
la extrema Calabria:
había matado a
dos hombres,
premeditadamente, disparándoles por la espalda
dos tiros de pistola; no vi en aquel rostro,
sombreado por una cabellera de azabache, ni
siquiera un albor de luz. Defendía, juntamente con
él, también a su hermano, imputado de haberlo
instigado a matar. En el coloquio que tuve con él,
apenas llegué allá abajo tuve que decirle que desgraciadamente para él
no habla esperanza que a
lo más se podía intentar, con las atenuantes
genéricas, convertir el esgástulo en treinta años de
reclusión. Él me escuchó impasible; después dijo:
“no se ocupe de mí, abogado; no importa; yo
soy un hombre perdido; piense en salvar a mi
hermano, que tiene nueve criaturas". Entonces, un
rayo de amor iluminó su frente. ¿No era su
riqueza aquel amor fraterno que le hacía olvidar
incluso su tremendo destino?
La verdad es que el germen del bien, en cada uno
de nosotros, y no en los delincuentes
solamente, está aprisionado. Hay quien tiene más
y quien tiene menos, pero ninguno de nosotros
tiene todo el espacio que debería tener. Todos,
en una palabra, estamos en prisión; una prisión
que no se ve, pero que no se puede dejar de
sentir. Esa angustia del hombre, que constituye el
motivo de una corriente de la filosofía moderna,
de gran notoriedad y de indiscutible importancia,
no es otra cosa que el sentido de la prisión.
Cada uno de nosotros está aprisionado mientras está
encerrado en sí mismo, en la solicitud por sí
mismo, en el amor de sí mismo. El delito no es otra
cosa que una explosión de egoísmo en su raíz: lo
otro no cuenta; lo que cuenta, solamente, es el
sí mismo. Solamente abriéndose hacia nosotros el
hombre puede salir de la prisión. Y basta que
se abra hacia nosotros para que entre por la puerta abierta la gracia de
Dios.
Quidquid latet apparebit, canta el Dies irae. Pocas intuiciones
son más felices que la del filósofo, que ha
expresado con este verso la eficacia del derecho. La jaula, o las esposas, decíamos, son una enseña del derecho y por eso revelan
la naturaleza y la desventura del hombre. El hombre
encadenado o el hombre encerrado en una jaula es la verdad del hombre; el derecho no hace más que revelarla. Cada uno de
nosotros está encerrado en una jaula que no se ve. Nosotros no nos
asemejamos a los animales porque estemos en la jaula, sino que estamos en una jaula porque nos asemejamos a los animales. Ser
hombre no quiere decir no ser, sino poder no ser animal. Esta potencia
es la potencia de amar.
¿Quien habría imaginado estas cosas cuando vi,
todavía niño, un hombre enjaulado, en el aula oscura del Tribunal de Turín?
¿Quién habría imaginado que el espectáculo de aquel hombre en la jaula no había de olvidarlo ya? Es curioso que
ciertos hechos, que parecen insignificantes, inciden
indeleblemente en la cinta de nuestra memoria. Es un hecho que todavía hoy,
después de haber visto tantos, el hombre
encarcelado tiene para mí una fascinación misteriosa. Es esta la experiencia
que me ha abierto la vía de la salvación.
III
EL ABOGADO
Carlo Majno, que es hoy uno de los mejores
abogados en Milán y que fue, en aquella
Universidad, uno de mis discípulos más queridos,
me donó, precisamente el día en que yo
abandonaba la cátedra de Milán por la de Roma,
un bellísimo dibujo a lápiz del pintor Mentessi,
que representa las manos de un preso, sujetas por
las esposas. Mentessi no tenía ciertamente
una
experiencia particular del
problema penal; sin
embargo, aquel dibujo
demuestra lo
clarividentes que son las intuiciones de un artista: una de las manos,
la izquierda, cae hacia abajo,
inerte, en acto de desaliento; la otra,
sobrepuesta, vuelve la palma en alto, como la del pobre, que
demanda la caridad. Está toda la psicología del
preso en aquel pequeño cuadro.
La fortuna mía ha sido que yo haya visto tantas
veces, en el curso de la vida, tenderse hacia mí aquella mano
abierta, en espera de la limosna. La gente se figura al abogado como un técnico,
al cual se pide una obra, que quien la solicita no sería capaz de realizar por
sí; se lo figura en el mismo plano del
médico o del ingeniero; también esto es verdad, pero no es toda la verdad; el
resto de ella se descubre, sobre todo, por la experiencia del preso.
El preso es, esencialmente un necesitado. La escala de los necesitados
ha sido trazada en
aquel discurso de Cristo, al cual he tenido ya
ocasión de hacer alusión, referido en el capítulo
vigésimoquinto de San Mateo: hambrientos, sedientos, desnudos,
vagabundos, enfermos, presos;
una escala que conduce de la esencial necesidad
física o, mejor, animal, a la necesidad
esencialmente espiritual: el preso no tiene
necesidad de alimento ni de vestidos, ni de casa ni de
medicinas; la única medicina, para él, es la
amistad. La gente no sabe, y ni siquiera lo saben los
juristas, que lo que se pide al abogado es la
limosna de la amistad, antes que cualquiera otra
cosa.
El nombre mismo del abogado suena como un grito
de ayuda. Advocatus, vocatus ad, llamado a socorrer. También el médico es llamado a
socorrer; pero si solamente al abogado se le da este nombre,
quiere decir que entre la prestación del médico y la prestación del abogado
existe una diferencia, la cual, no advertida
por el derecho, es sin embargo, descubierta por la exquisita intuición del lenguaje. Abogado es aquel al cual
se pide, en primer término la forma esencial de la ayuda, que es,
propiamente, la amistad.
Y también la otra palabra, cliente, que sirve
para denominar a aquel que solicita la ayuda, refuerza
esta interpretación: el cliente, en la sociedad romana, pedía protección al
patrono; también al abogado se le llama
patrono, y la derivación de patrono de la palabra pater proyecta sobre la relación la luz del amor.
Lo que atormenta al cliente y lo impulsa a pedir
ayuda es la enemistad. Ya las causas civiles, pero sobre todo las causas
penales, son fenómenos de enemistad. La enemistad ocasiona un sufrimiento o, al menos, un daño como ciertos
males, los cuales, y tanto más cuando no son descubiertos por el dolor, minan el organismo; por eso, de la enemistad
surge la necesidad de la amistad; la dialéctica de la vida es así. La forma
elemental de la ayuda, para quien se encuentra en guerra, es la alianza.
El concepto de la alianza es la raíz de la abogacía.
El imputado siente tener la aversión de mucha
gente contra él; alguna vez, en las causas
más graves, le parece que contra él está todo el mundo. No es raro que,
mientras lo trasladan a la
audiencia, sea acogido por la multitud con un
coro de imprecaciones; no es raro que exploten
contra él actos de violencia, contra los que no
resulta fácil protegerlo. ¿Os imaginais el estado de
ánimo de Catalina Fort que, cuando se presentó
ante los jueces, todos la llamaban la fiera? Es
necesario
no solo pensar
en estos casos
sino tratar de
meterse en el
pellejo de estos
desgraciados para comprender su espantosa soledad
y, con esta, su necesidad de compañía.
Compañeros, de cum
pane, es aquel que parte con nosotros
el pan. El compañero se sitúa en el
mismo plano de aquel a quien hace compañía. La
necesidad del cliente, especialmente del
imputado, es esta: la de uno que se coloque junto a él, en el último
peldaño de la escala.
La esencia, la dificultad, la nobleza de la abogacía es esta: situarse
en el último peldaño de
la escala, junto al imputado. La gente no comprende aquello que, por lo
demás, tampoco los
juristas comprenden; y ríe, y se burla, y escarnece.
No es un oficio que goce de los favores del público, el del
Cirineo. Las razones, por las cuales la abogacía es objeto, aun en el campo
literario e incluso en el campo litúrgico,
de una difusa antipatía, no son otras que esta. Y hasta Manzoni, cuando ha tenido que retratar a un abogado, ha
perdido su bonhomía y la Iglesia ha dejado introducir en el Himno a San Ivo, patrón de los abogados, un verso
injurioso. Las cosas más simples son las más difíciles de comprender.
Digámoslo con claridad: la experiencia del
abogado cae bajo el signo de la humillación. Es cierto
que viste la toga; colabora, desde luego, en la administración de la justicia;
pero su puesto está abajo, y no en alto. Él comparte con el imputado
la necesidad de pedir y de ser juzgado. Está sujeto al juez como lo está el
imputado.
Pero precisamente por esto la abogacía es un
ejercicio espiritual saludable. Pesa el deber
pedir, pero es provechoso. Habitúa a rogar. ¿Qué
otra cosa es, más que un pedir, la plegaria? La
soberbia es el verdadero obstáculo a la
plegaria; y la soberbia es una ilusión de potencia. No hay
otra cosa mejor que la abogacía para curarnos de tal ilusión. El más
grande de los abogados sabe
que no puede hacer nada frente al más pequeño de
los jueces; a menudo, el más pequeño de los
jueces es aquel que lo humilla más. Está
constreñido a llamar a la puerta como un pobre. Y ni
siquiera está escrito sobre la puerta: pulsate et aperietur vobis. No pocas veces se llama en vano.
La experiencia se hace más dolorosas y más
saludable. Se creía tener razón; se había estudiado
tanto,
se había sudado
tanto; en cambio...
Es necesario conocer
estos momentos para
comprender.
Los romanos dominaban la actividad del abogado en
el proceso con el verbo postular. Dicen los
diccionarios que este verbo significa pedir aquello que hay derecho a tener. Y
es esto lo que agrava el peso del pedir. No
debería haber necesidad de pedir aquello que hay derecho a tener.
En conclusión, es necesario someter el juicio propio al ajeno, aun cuando todo
permita creer que no haya razón para atribuir a otro una mayor capacidad de
juzgar.
Esto significa, en el plano social, colocarse
junto al imputado en el último peldaño de la escala;
un sacrificio; pero no existe sacrificio sin beneficio. Por esto he dicho que
nuestra experiencia es saludable. El
beneficio se tiene cuando se comienza a percibir, en la oscuridad, la llamita del pabilo humeante. Un beneficio, como ocurre
siempre en las cosas del espíritu, que al mismo tiempo se da y
se recibe: si aquella llamita se reaviva, su calor no calienta solamente el alma del cliente sino la del patrono al mismo tiempo.
Por el poco bien que yo haya podido hacer a alguno de estos
desgraciados, ha sido inmenso el beneficio que he recibido de ellos; del Señor,
se entiende, pero por medio de ellos; por
eso, porque el Señor ha dicho que cuanto se da a ellos es recibido por
Él, los pobres son los delegados de Dios.
El preso, la gente no lo sabe y menos aún lo
sabe él, está hambriento y sediento de amor. La
necesidad de amistad procede de su desolación. Cuanto más grande es la
desolación, más profunda y
fecunda es la
necesidad de amistad.
Inconscientemente él pide
lo que es indispensable a fin de
que el defensor pueda cumplir con su oficio. Lo que el defensor debe poseer, ante todo, a tal fin, es el conocimiento del
imputado; no, como el médico, el conocimiento físico, sino el
conocimiento espiritual.
Conocer el espíritu de un hombre quiere decir
conocer su historia; y conocer una historia no es solamente
conocer la sucesión de los hechos, sino encontrar el hilo que los vincula. En
este sentido,
la historia es
una reconstrucción lógica,
no una exposición
cronológica de los acontecimientos.
Todo esto no es posible si el protagonista no abre, poco a poco, su alma. Este tipo de protagonistas, que son los delincuentes,
tienen, por definición, almas cerradas. Al mismo tiempo en que solicitan la
amistad, oponen la desconfianza y la sospecha. Impregnados de odio, ven el odio aun donde no existe más que amor. Son
como animales selváticos, que solo con infinita delicadeza y paciencia
se pueden domesticar.
Alguno dirá que yo veo así la abogacía bajo el
perfil de la poesía. Puede ocurrir. La poesía
de su oficio es algo que un abogado siente en
dos momentos de la vida: cuando viste por primera
vez la toga o cuando, si propiamente no la ha
depuesto, está por deponerla: en el alba y en el
ocaso. En el alba, defender la inocencia, hacer
valer el derecho, hacer triunfar la justicia: esta es
la poesía. Después, poco a poco, caen las
ilusiones, como las hojas del árbol, después del fulgor
del estío; pero a través de la maraña de las
ramas, cada vez más desnudas, sonríe el azul del
cielo. Ahora no estoy ya seguro ni de haber defendido
la inocencia ni de haber hecho valer el
derecho ni de haber hecho triunfar la justicia;
y, sin embargo, si el Señor me hiciese nacer de
nuevo, comenzaría otra vez. No obstante los
fracasos, las amarguras, los desengaños, el balance
es activo; si hago el análisis de él, me doy
cuenta de que la partida capaz de colmar todas las
deficiencias consiste precisamente en aquella
humillación de deberme encontrar, junto a tantos
desgraciados, contra los cuales se desencadena el
vituperio y se encarniza el desprecio, en el
último peldaño de la escala.
IV
EL JUEZ Y LAS PARTES
En lo más alto de la escala está el juez. No
existe un oficio más alto que el suyo ni una
dignidad más imponente. Está colocado, en el aula, sobre la cátedra; y
merece esta superioridad.
El lenguaje de los juristas celebra al juez con
una palabra, acerca de cuyo profundo
significado los juristas mismos, y tanto más los
filósofos, deberían detener, más de lo que la
detienen, la atención. Nosotros decimos que ante
el juez están las partes. Se denomina partes a
los
sujetos de un
contrato: por ejemplo,
al vendedor y
al comprador, al
arrendador y al
arrendatario, al socio y al otro socio; e igualmente a los sujetos de
una litis: el acreedor, que quiere
hacerse pagar, y el deudor que no quiere pagar;
el propietario que quiere la entrega de su casa, y
el inquilino que quiere continuar habitándola;
y, finalmente, se denomina también así a los sujetos
del contradictorio, o sea de aquella disputa que
se desarrolla entre los dos defensores en los
procesos civiles o entre el ministerio público y
el defensor en los procesos penales. Estos, todos
ellos, se denominan así porque están divididos,
y la parte procede, precisamente, de la división:
cada uno tiene un interés opuesto al del otro; el
vendedor querría entregar poca mercadería e
ingresar en caja mucho dinero, mientras el
comprador quiere exactamente lo contrario; cada uno
de los socios querría tomar la parte del león; de
los dos defensores, si uno de ellos vence, el otro
pierde; y cada uno de ellos echa el agua hacia su molino.
Los juristas utilizan por esto el nombre de parte, pero el significado
de parte es mucho más profundo; en la parte
convergen el ser y el no ser; cada parte es ella misma y no es la otra parte. Pero, si es así, todas las cosas y todos los
hombres son partes; una rosa es una rosa y no es una violeta; un caballo es un
caballo y no es un buey; yo soy yo y no soy tú. Y este descubrimiento de ser el hombre no otra cosa que una parte tiene
inestimable valor; por eso, los filósofos deberían conceder mayor
crédito al lenguaje de los juristas y prestarle mayor atención.
Así, pues, si aquellos que están ante el juez para ser juzgados son
partes, quiere decir que
el juez no es parte. En efecto, los juristas dicen que el juez está súper
partes; por eso, el juez está
en alto y el imputado en bajo, por bajo de él; el
uno en la jaula, el otro sobre la cátedra.
Igualmente, el defensor está abajo, respecto del
juez; por el contrario, si el ministerio público está
a su lado, esto constituye un error, que mediante una mayor conciencia
en torno a la mecánica del
proceso se terminará por rectificar. El juez, sin
embargo, es un hombre también él; si es un
hombre es también él una parte. Esto de ser al
mismo tiempo parte y no parte, constituye la
contradicción en la cual se debate el concepto de
juez. Esto de ser el juez un hombre y de deber
ser más que un hombre, constituye su drama.
Un drama representado con insuperable maestría en
el Evangelio de San Juan; y todavía
estoy asombrado cuando me vuelve a la memoria
aquella sublime representación de que
Benedetto Croce, aunque sea desde el punto de
vista puramente estético, haya comprendido tan
poco su grandeza hasta el punto de haberlo
denominado un "cuadrito delicioso". “Jesús fue
después al Monte de los Olivos, pero al alba estaba en el templo, y todo
el pueblo acudía a Él; y Él
se
sentó y le
enseñaba. Entonces los
Escribas y los
Fariseos le presentaron
una mujer
sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio,
le dicen a Él: esta mujer ha sido sorprendida en
el momento de cometer adulterio. Ahora bien,
Moisés, en la ley, nos ha ordenado que tales
mujeres sean lapidadas. ¿Qué dices Tú de ello? Y
le preguntaban esto para ponerlo a prueba y
tener el modo de acusarlo. Pero Jesús se inclinó
y con el dedo se puso a escribir sobre la tierra.
Insistiendo aquellos en interrogarlo, se alzó, respondiendo: quien de
vosotros esté libre de pecado
que tire la primera piedra" (San Juan, VIII, l).
Es lo suficiente para quedar sin aliento. ¡"Quien
de vosotros esté libre de pecado que tire la
primera piedra"! Es necesario, para sentirse dignos de castigar, estar
libres de pecado; solamente
entonces el juez está sobre aquel que es juzgado.
Y puesto que el pecado no es otra cosa que
nuestro no ser aquellos que deberíamos ser, es
necesario ser plenamente, sin deficiencias, sin
sombras, sin lagunas; en suma, es necesario no
ser partes para ser jueces. ¡Nada de cuadrito
delicioso! El problema del juez, el más arduo
problema del derecho y del Estado, está planteado
aquí con una claridad espantosa.
Ciertamente, así lo entendieron los Escribas y los
Fariseos, que habían intentado confundir al Maestro,
ya que el Evangelio continúa narrando que Jesús "de nuevo se inclinó y escribía en la tierra".
Esperaba Él, absorto, el efecto
de sus palabras. Entonces, Escribas y Fariseos, "se fueron marchando uno tras otro comenzando por los más viejos,
hasta los últimos, y quedó solo Jesús y la mujer, que estaba en el medio"
(San Juan, VIII, 8).
Ningún hombre, si pensase en lo que es necesario
para juzgar a otro hombre, aceptaría
ser juez. Y, sin embargo, es necesario encontrar
jueces. El drama del derecho es este. Un drama
que debería estar presente a todos, de los jueces a los justiciables, en
el acto en que se celebra el
proceso. El Crucifijo que, gracias a Dios, en las aulas judiciales,
pende todavía sobre la cabeza de
los jueces y que todavía sería mejor que se
hubiese puesto frente a ellos, a fin de que puedan
posar con frecuencia su mirada en él, está para
significar su indignidad; es, no otra cosa, la
imagen de la víctima más insigne de la justicia humana. Solo la
conciencia de su indignidad puede
ayudar al juez a ser menos indignos.
La ley ha intentado todos los expedientes
posibles para garantizar la dignidad del juez. El
más obvio entre estos consiste en el juicio
colegiado: puesto que el juzgar a otro hombre exige
que quien juzga sea más que quien es juzgado, lo
hace juzgar por varios hombres reunidos. A
primera vista, el expediente parece ilusorio; una
dignidad no se obtiene con la suma de varias
indignidades. Pero lo cierto es que una cosa ha
de considerarse la suma de varios jueces, y otra
su unidad; no se trata, en el colegio, de añadir
un juez a otro como los sumandos de una adición;
sino de vertere
plures in unum, diríamos en latín,
esto es, de hacerlos convertirse en uno solo.
Está de por medio el misterioso concepto del
acuerdo o del acorde, clave en la música y clave del
derecho: misterioso porque todavía no sabemos, y
quizá no lo sepamos nunca, cómo puede
ocurrir que cuando entre dos hombre se produce verdaderamente la unión
y, por tanto, se forma la
unidad, se comunica a cada uno el ser del otro,
pero no el no ser, el bien pero no el mal. Puede
parecer que la asociación para delinquir
desmienta esta afirmación; pero reflexionando uno se da
cuenta de que si los delincuentes son mantenidos
juntos por el miedo, se trata de una falsa unión,
como sería la de un haz de varas atadas
juntamente, que no forman en absoluto una vara sola; o
hay entre ellos afecto, y este es en todo caso un
germen del bien, el cual puede siempre
encontrarse envuelto y oculto bajo la corteza del mal.
El principio del colegio judicial es
verdaderamente un remedio contra la insuficiencia del juez,
en el sentido de que, si no la elimina, al menos la reduce en otras palabras,
el juez colegiado está menos lejos que el juez singular de lo que el juez
debería ser; pero a condición de que el juez alcance
su unidad o sea de que entre los jueces singulares se establezca el acuerdo,
que no significa tanto identidad de opiniones cuanto paridad de tensión
hacia la verdad.
Se ha tocado así la raíz del problema. La justicia
humana no puede ser más que una justicia parcial; su
humanidad no puede dejar de resolverse en su parcialidad. Todo lo que se puede hacer es tratar de disminuir esta parcialidad.
El problema del derecho y el problema del juez son una misma
cosa. ¿Cómo puede hacer el juez para ser mejor de lo que es? La única vía que le está abierta a tal fin es la de sentir su
miseria: es necesario sentirse pequeños para ser grandes.
Es necesario formarse un alma de niño para poder entrar en el reino de los
cielos. Es necesario, cada día más,
recuperar el don del asombro. Es necesario asistir, cada mañana, con más profunda emoción a la salida del sol, y cada tarde
a su ocaso. Es necesario sentirse, cada noche, aniquilados por la infinita
belleza del cielo estrellado. Es necesario permanecer atónitos ante el perfume
de un jazmín o ante el canto de un ruiseñor. Es necesario caer de rodillas ante
cada manifestación de este indecible prodigio que es la vida.
Otros dirán que el juez, para ser juez, debe
realizar ciertos estudios, superar ciertos
exámenes, someterse a ciertos controles. Sobre
todo, hoy se enseña que, para ser juez penal, es
necesario estudiar, además del derecho, la
sociología, la antropología, la psicología. Ciertamente,
son estudios útiles e incluso necesarios; pero
no suficientes. Ante todo no se debe creer que se
pueda poner sobre la mesa anatómica, como se pone
el cuerpo, también el alma humana. No se
debe confundir el espíritu con el cerebro.
Ciertamente, el espíritu está condicionado por el cuerpo
y viceversa; en particular, la psicología es la
ciencia que estudia estas relaciones, pero más allá
de estas, se encuentra el campo que el juez debe,
sobre todo, conocer; y mucho me temo que a
su conocimiento no ayuden ni las universidades,
ni los institutos complementarios. Narra una
fábula, que he aprendido en una revista
argentina, que a las protestas de los ángeles por la
creación de este ser absurdo, medio ángel y medio
bestia, que es el hombre, el Creador ha
contestado: el hombre no es cuestión para
congresos de filosofía; el hombre no es cuestión que
se pueda discutir en estos congresos; y habría
agregado: el hombre es cuestión de fe en el
hombre. Desde que tuve ocasión de leerlas, hace
años, no se me han ido de la mente estas
palabras.
Podría decirse también que es cuestión de fe en
el hombre la cuestión penal. Pero la fe en
el hombre se adquiere solamente amando al
hombre. Más que leer muchos libros, yo querría que
los jueces conocieran muchos hombres; si fuese
posible, sobre todo, santos y canallas; los que
están en lo más alto o sobre el peldaño más bajo
de la escala. Parecen inmensamente distantes;
pero en el terreno del espíritu suceden cosas
extrañas. Se necesita muy poco para convertirse de
canalla en santo: ¡Cristo, con el ejemplo del
ladrón crucificado, nos lo ha enseñado! En cualquier
caso, basta que el canalla se avergüence de ser
canalla; y puede también bastar que un santo se
vanaglorie de ser santo para perder la santidad. Estas son,
verdaderamente, las cosas esenciales;
pero no se encuentra en ningún manual de
psicología. Más bien se aprenden en la iglesia o en la
penitenciaría. Es curiosa también esta
aproximación, ¿no es cierto? entre iglesia y penitenciaría;
algo así como poner juntos el Infierno y el
Paraíso? Pero el error, el tremendo error, está en creer
que aquellos que se encuentran encerrados en la penitenciaría estén
dañados.
V
PARCIALIDAD DEL DEFENSOR
Se ha dicho: un hombre, para ser juez, debería
ser más que un hombre. Y se ha visto que,
en el fondo, es precisamente tal idea la que
inspira aquella forma de corrección de la insuficiencia
del juez que es el colegio judicial. Pero no es
este el único remedio que la experiencia ha
sugerido.
Para comprender, es necesario partir de la
parcialidad del hombre. Todo hombre, hemos
dicho, es una parte. Precisamente por esto ningún
hombre llega a apoderarse de la verdad.
Aquella que cada uno de nosotros cree la verdad,
no es más que un aspecto de la verdad; algo
así como una minúscula faceta de un diamante
maravilloso. Es lo que Cristo nos ha enseñado
diciendo: "Yo soy la verdad"; alcanzar
la verdad es alcanzarlo a Él; y a Él, amándolo, nos
podemos acercar sin fin; pero alcanzarlo no,
porque Él es infinito. La verdad es como la luz o
como el silencio, que comprenden todos los colores
y todos los sonidos; pero la física ha
demostrado que nuestro ojo no ve y nuestro oído
no oye más que un breve segmento de la gama
de los colores o de los sonidos; hay más acá y
más allá de nuestra capacidad sensoria los
infracolores y los ultracolores así como los infrasonidos y los
ultrasonidos.
Así se explica un modo de decir, el cual, para quien quiere comprender
este importantísimo
hecho social que es el proceso, tiene una
importancia de primer plano. El juez, cuando juzga,
establece quién tiene razón; esto quiere decir;
de qué parte está la razón. La cual razón es, y no
puede ser más que una, como la verdad; también,
en ese sentido son equivalentes razón y
verdad. Pero ¿cómo se explica, entonces, si la
razón es una sola, que, precisamente en el
proceso, cada una de las partes exponga sus
razones? Las que el ministerio público y el defensor
exponen, cuando discuten, son las razones por las cuales el primero pide
la condena y el segundo
la absolución. ¿Cómo se concilia la unidad de la
razón con la pluralidad de las razones? ¿Cómo
puede ocurrir que de quien termina por no tener
razón se pueda decir que ha expuesto sus
razones?
La verdad es que, acudiendo de nuevo al parangón,
la razón se descompone en las razones como la luz se
descompone en los colores y el silencio en los sonidos. Del mismo modo que no
podemos afrontar toda la luz ni gozar todo el silenció, así tampoco podemos
apoderarnos de toda la razón. Las razones son
aquella fracción de verdad que a cada uno de nosotros nos parece haber alcanzado. Cuentas más razones se
expongan tanto más será posible que, juntándolas, uno se aproxime a la verdad.
En el fondo, cuando el juez entra a juzgar, se
encuentra ante una duda: ¿este es culpable
o es inocente? También duda es una palabra
transparente: dubium viene de duo. Una doble vía
se abre ante el juez: de acá o de allá. El juez
debe escoger. Pero a fin de escoger debe recorrer
uno u otro camino, ya que de otro modo no podría
ver adónde van a dar. Ahora bien, se
comprende para qué sirve, para el juez, el
defensor; y por qué frente al defensor, se coloca al
acusador; son los que guían al juez a lo largo de los dos caminos, a fin
de que pueda escoger uno
de ellos.
Acusador y defensor son, en último análisis, dos
razonadores: construyen y exponen las
razones. Su oficio es razonar. Pero un razonar, con licencias, de pie
forzado. Un razonar en modo
diverso del razonar del juez. No es quizá muy
fácil de comprender; pero si no se comprende esto,
tampoco se comprende el proceso; y no basta que
comprendan los juristas, porque este es el
punto respecto del cual los profanos pueden tener
en torno al proceso impresiones falaces y
nocivas
para la civilidad.
Razonar es, en
palabras sencillas, exponer
premisas y sacar
consecuencias: el imputado ha confesado haber
matado, así, pues, él ha matado. En términos de
lógica, primero vienen las premisas y después las
consecuencias. Así procede el razonador
imparcial. Pero el defensor no es un razonador
imparcial. Y es esto lo que escandaliza a la gente.
A pesar del escándalo, el defensor no es imparcial porque no debe serlo.
Y porque no es imparcial
el defensor, tampoco puede ser ni debe ser
imparcial su adversario. La parcialidad de ellos es el
precio que se debe pagar para obtener la
imparcialidad del juez, que es, pues, el milagro del
hombre, en cuanto, consiguiendo no ser parte, se
supera a sí mismo. El defensor y el acusador deben buscar las
premisas para llegar a una conclusión obligada.
Todo esto puede parecer absurdo. Y, sin embargo,
la clave del proceso está aquí. Malo
sería si el juez se contentase con razonar así:
el imputado ha confesado haber matado. Por lo
tanto ha matado. Hay también casos en los cuales
un hombre confiesa un delito que no ha
cometido: hemos visto padres que se acusaban para
salvar al hijo, y también hijos que se
sometían al mismo sacrificio para salvar a su
padre. Esto es tan cierto y no por la sola razón que
acabo de indicar que incluso el Código Penal
castiga a aquellos que denuncian contra la verdad
ser culpables de un delito. Esto quiere decir que
incluso cuando existen pruebas evidentes de la
culpabilidad o de la inocencia, antes de condenar
o de absolver es necesario continuar en la
investigación hasta haber agotado todos los
recursos. Pero para hacer esto, el juez debe ser
ayudado; por sí solo, no lo lograría. Su
ayudante natural es el defensor, este amigo del imputado,
el cual, naturalmente, tiene el interés de buscar
todas las razones que pueden servir para
demostrar la inocencia de aquel. El defensor,
pues, es y debe ser un razonador de pie forzado,
esto es, un razonador parcial; un razonador que trae el agua a su
molino.
Es claro, sin embargo, que de este modo, el
defensor es un auxiliar precioso para el juez,
pero también muy peligroso por razón de su
parcialidad. ¿Y cómo se concibe que sea útil pero
inocuo? Contraponiéndole aquel otro razonador
parcial en sentido inverso, que se denomina
ministerio público y que debería denominarse más
exactamente acusador. En el ordenamiento
actual del proceso penal el ministerio público no
es esencialmente un acusador; por el contrario,
se lo concibe, a diferencia del defensor, como un
razonador imparcial; pero hay aquí un error de
construcción de la máquina que también en cuanto
a esto funciona mal; por lo demás, en nueve
de cada diez veces, la lógica de las cosas
arrastra al ministerio público a ser lo que debe ser: el
antagonista del defensor.
Se desarrolla así, ante los ojos del juez, lo que
los técnicos llaman el contradictorio y que
es, realmente, un duelo; el duelo sirve al juez
para superar la duda; a propósito de lo cual es
interesante observar que también duelo, lo mismo
que duda, viene de duo. En el duelo se
personifica la duda; es como si en el cruce de
las dos calles se batiesen dos valientes para
arrastrar al juez hacia la una o hacia la otra.
Las armas que se utilizan por estos para batirse son
las razones. Defensor y acusador son dos
esgrimistas, los cuales no es raro que realicen una
mala esgrima, pero también a veces ofrecen a los entendidos un
espectáculo excelente.
Incluso aquellos que no son entendidos, como
ocurre en los torneos, terminan por apasionarse en este
juego: esta es también, para el público, una de las más fuertes atracciones del proceso penal. Pero, digámoslo también, es una
cosa que da al proceso penal el sabor del escándalo; y es
precisamente por esto por lo que la gente disfruta. Y precisamente es por esto también por lo que los abogados adquieren fama de
creadores de sofismas. En buena parte la sátira, que crece
excepcionalmente lozana contra nosotros, se debe a una maligna interpretación de este fenómeno. No se comprende que si el abogado
fuese un razonador imparcial, no solamente traicionaría su propio deber
sino que estaría en contradicción con su razón de ser en el proceso, y el
mecanismo de este resultaría desequilibrado.
Sin duda, esto de las dos verdades, la verdad de la defensa y la verdad
de la acusación, es
un escándalo; pero es un escándalo del cual tiene
necesidad el juez a fin de que no sea un
escándalo su juicio. Y esto no solo porque el
juez tiene necesidad de que se le presenten todas
las razones para encontrar la razón; y cuantas
más se le presentan y más en apariencia parece
que se complica, más en realidad se simplifica su
cometido. Bajo este aspecto, el duelo entre
defensor y acusador se asemeja al choque entre
dos pedernales del cual salta la chispa. Las
razones, como hemos dicho, son a la razón como
los colores a la luz; las arengas, los informes
del defensor y del acusador se asemejan a una
rueda giratoria de colores; pero al girar
velozmente los colores se funden en la luz. De cualquier manera, la
ventaja que el juez obtiene de
ello, no es solamente en orden a la inteligencia.
La verdad es que el contradictorio le ayuda
precisamente porque es un escándalo: el escándalo
de la parcialidad, el escándalo de la
discordia, el escándalo de la torre de Babel. La repugnancia por la
parcialidad se convierte para el
juez en la necesidad de superarla, o sea de
superarse; y en esta necesidad está la salvación del
juicio.
He aquí que esta tentativa de análisis del proceso penal en su momento
técnicamente más
delicado permite quizá apreciar un resultado, que
tiene de por sí una cierta importancia para la
civilidad. Se podría hablar, a este respecto, de
rehabilitación de los abogados. La del abogado es
quizá una de las figuras más discutidas en el
cuadro social; se podría decir más atormentada.
Entre otras cosas, nunca, ni siquiera en los
momentos de mayor convulsión histórica, se ha
propuesto la supresión de los médicos o de los
ingenieros; pero de los abogados, sí. En alguna
ocasión, hasta se ha llegado a suprimirlos;
después han resurgido con rapidez. En el fondo, la
protesta contra los abogados es la protesta
contra la parcialidad del hombre. Mirándolo bien, ellos
son los Cirineos de la sociedad: llevan la cruz
por otro, y esta es su nobleza. Si me pidierais una
divisa para la orden de los abogados, propondría
el virgiliano sic vos non vobis; somos los que
aramos el campo de la justicia y no recogemos su fruto.
VI
LAS PRUEBAS
El cometido del proceso penal está en saber si el
imputado es inocente o culpable. Esto quiere decir, ante todo, si ha ocurrido o
no ha ocurrido en determinado hecho: ¿un hombre ha sido o no ha sido matado, una mujer ha sido o no ha sido violada, un documento
ha sido o no ha sido falsificado, una joya ha sido o no ha sido
sustraída?
Sería necesario, saber, ante todo, que es un
hecho. Son palabras que se emplean intuitivamente; se las comprende de manera
aproximativa; pero es necesario que nos detengamos a reflexionar sobre ellas. Un hecho es un trozo de historia; y la
historia es el camino que recorren, desde el nacimiento hasta la muerte,
los hombres y la humanidad. Un trozo de camino, pues. Pero de camino que se ha hecho, no del camino que se
puede hacer. Saber si un hecho ha ocurrido o no, quiere decir volver
atrás. Este volver atrás es lo que se llama hacer la historia.
No es un misterio que en el proceso, y no
solamente en el proceso penal, se hace historia.
Digo: no es un misterio para los juristas, los cuales desde hace mucho
tiempo han puesto en él su
atención; pero puede sorprender al hombre de la
calle, al cual mi discurso está dirigido. Esto
ocurre porque estamos habituados a considerar la
historia de los pueblos, que es la gran historia;
pero existe también la pequeña historia, la historia de los individuos;
incluso no existiría aquella sin
esta, de igual manera que no existiría la cuerda
sin los hilos que en ella están arrollados. Cuando
se habla de historia, el pensamiento vuela a las
dificultades que se presentan para reconstruir el
pasado; pero son, si se tiene en cuenta la
medida, las mismas dificultades que se deben superar
en el proceso.
Con esto de peor: el delito es un trozo de
camino, del cual quien lo ha recorrido trata de destruir
las huellas. Sucede lo contrario de lo que ocurre, normalmente, en cuanto al contrato:
cuando uno compra, y tanto más si la cosa tiene
valor importante, conserva, por lo general mediante
un documento, la prueba de haber comprado; cuando roba, destruye, lo mejor que puede,
las pruebas de haber robado.
Las pruebas sirven, precisamente, para volver
atrás, o sea para hacer o, mejor aún, para
reconstruir la historia. ¿Cómo hace quien,
habiendo caminado a través de los campos, quiere
recorrer en sentido contrario el mismo camino?
Sigue las huellas de su paso. Viene a la mente la
figura del perro policía, el cual va olfateando acá y allá para seguir,
por medio del olfato, el camino
del malhechor perseguido. El trabajo del
historiador es este. Un trabajo de habilidad y de
paciencia, sobre todo, en el cual colaboran la
policía, el ministerio público, el juez instructor, los
jueces de la audiencia, los defensores, los
peritos. Prescindiendo de la crónica de los diarios, los
libros policíacos y el cinematógrafo, han
apasionado, más que informado, al público respecto de
este trabajo. La ventaja de esta literatura, bajo el aspecto de la
civilidad, está en haber difundido la
impresión, por no decir la experiencia, de las
dificultades de la investigación, por razón de la
falibilidad de las pruebas. El riesgo es el de
equivocar el camino. Y el daño es grave, cuando se
equivoca el camino, también cuando la historia
se hace por medio de libros, porque aun cuando
los historiadores no se den cuenta de ello y los
filósofos, o al menos ciertos filósofos, lo nieguen,
no se remontan los caminos recorridos sino para
encontrar los caminos a recorrer; de cualquier
manera, esto es tanto más manifiesto, cuando el
pasado se reconstruye para determinar la suerte
de un hombre.
Pero existe también el reverso de la medalla; ¡y qué reverso!
La culpa no es toda ella de la literatura
policíaca, como puede comprenderse; esta
literatura incluso puede ser un síntoma más bien
que la causa de un fenómeno derivado de
causas más profundas. Quizá estas se deberían
buscar en aquella tendencia a la diversión, que
tiene tanta parte en la crisis de la civilidad que estamos atravesando.
En una palabra, es la historia
misma que se convierte en medio de diversión. La
crónica judicial y la literatura policíaca sirven,
del mismo modo, de diversión a la vida cotidiana
tan gris. Así, el descubrimiento del delito, de
dolorosa necesidad social, se ha convertido en
una especie de sport: la gente se apasiona lo
mismo
que por la búsqueda
del tesoro; periodistas
profesionales, periodistas diletantes,
periodistas
improvisados, no tanto colaboran cuanto hacen competencia a los oficiales de
policía o a los jueces instructores; y, lo
que es peor, hacen sus negocios. Cada delito desencadena una serie
de investigaciones, de
conjeturas, de informaciones, de
indiscreciones. Policías y magistrados,
de vigilantes se convierten en vigilados por grupos de voluntarios dispuestos a
señalar cada uno de sus movimientos, a
interpretar cada uno de sus gestos, a publicar cada una de sus palabras. Los testigos son olfateados como
la liebre por el galgo. Después, a menudo, explotados, sugestionados,
comprados. Los abogados son el blanco de los fotógrafos y de los periodistas.
Y, con frecuencia, por desgracia, ni siquiera los magistrados logran oponer a
este frenesí la resistencia que requeriría el ejercicio de su oficio
austero.
Esta degeneración del proceso penal es uno de
los síntomas más graves de la civilidad en
crisis. Es incluso difícil representar todos los
daños debidos a la falta de aquel recogimiento que a
ningún otro cometido es tan necesario como a
aquel que en el proceso penal se debe desarrollar.
No el más grave pero desde luego el más llamativo
es aquel que se refiere al respecto del
imputado. La Constitución italiana ha proclamado
solemnemente la necesidad de tal respeto
declarando que el imputado no debe ser considerado
culpable mientras no sea condenado por
una sentencia definitiva. Pero esta es una de
esas normas que sirven solamente para demostrar
la buena fe de aquellos que la han elaborado; o,
en otras palabras, la increíble capacidad de
forjarse ilusiones de que están dotadas las
revoluciones. Desgraciadamente, la justicia humana
está hecha de tal manera que no solamente se hace
sufrir a los hombres porque son culpables
sino también para saber si son culpables a inocentes. Esta es,
desgraciadamente, una necesidad,
a la cual el proceso no se puede sustraer ni
siquiera si su mecanismo fuese humanamente
perfecto. San Agustín ha escrito a este respecto
una de sus páginas inmortales; la tortura, en las
formas más crueles, ha sido abolida, al menos en
el papel; pero el proceso mismo es una tortura.
Hasta cierto punto, he dicho, no se puede
prescindir de ella; pero la denominada civilización
moderna ha exagerado de un modo inverosímil e
insoportable esta triste consecuencia del
proceso. El hombre cuando sobre él recae la
sospecha de haber cometido un delito, es dado ad
bestias, como se decía en un
tiempo de los condenados ofrecidos como pasto a las fieras. La
fiera, la indomable e insaciable fiera, es la
multitud. El artículo de la Constitución, que se hace la
ilusión de garantizar la incolumidad del
imputado, es prácticamente inconciliable con aquel otro
artículo que sanciona la libertad de prensa.
Apenas ha surgido la sospecha, el imputado, su
familia, su casa, su trabajo, son inquiridos,
requeridos, examinados, desnudados, a la presencia
de todo el mundo. El individuo, de esta manera,
es convertido en pedazos. Y el individuo,
recordémoslo, es el único valor que debería ser salvado por la
civilidad.
Pero existe otro individuo en el centro del proceso
penal junto al imputado: el testigo. Los juristas,
fríamente, clasifican al testigo, junto con el
documento, en la categoría de las pruebas, y hasta en
una cierta categoría de las pruebas; esta
frialdad suya es necesaria, como la del estudioso de
anatomía que secciona el cadáver; pero ¡ay! si
se olvida, de que, mientras el documento es una
cosa, el testigo es un hombre; un hombre con su
cuerpo y con su alma, con sus intereses y con
sus tentaciones, con sus recuerdos y con sus
olvidos, con su ignorancia y con su cultura, con su
valentía y con su miedo. Un hombre que el
proceso coloca en una posición incómoda y peligrosa,
sometido a una especie de requisición por
utilidad pública, apartado de su negocio y de su paz,
utilizado, exprimido, inquirido, convertido en
objeto de sospecha. No conozco un aspecto de la
técnica pena! más preocupante que el que se
refiere al examen y hasta, en general, al trato del
testigo. También aquí, por lo demás, la
exigencia técnica termina por resolverse en una exigencia
moral: si la debiese resumir en una fórmula,
colocaría en el mismo plano el respeto al testigo y el
respeto al imputado. En el centro del proceso,
en último análisis, no están tanto el imputado o el
testigo cuanto el individuo. Todos saben que la
prueba testimonial es la más falaz de todas las
pruebas; la ley la rodea de muchas formalidades,
que querrían prevenir los peligros; la ciencia
jurídica llega hasta el punto de considerarla un
mal necesario; la ciencia psicológica regula e
inventa incluso instrumentos para su valoración
o sea para discernir la verdad de la mentira; pero
el mejor modo de garantizar el resultado ha sido
y será siempre el de reconocer en el testigo un
hombre y concederle el respeto que merece todo hombre.
Recientemente, un fino abogado, ginebrino,
comentando aquel proceso de Digne, en
Francia, por el asesinato de la familia Drummond,
amargamente llamado por él Kermesse
judiciaire ou procés touristique,
al observar a los fotógrafos que, en el aula "juchés, perchés,
debout, assís, accroupis... mitraillaíent les
témoins se preguntaba cómo es posible que "la verdad
salga
a la superficie cuando el testigo es perseguido por los fotógrafos, rodeado,
hasta tocarlo, por los periodistas, por los
guardias, por los abogados" y concluía pensando profundamente: "no se
abre ni el corazón ni el alma bajo el soplo de la multitud".
Sin embargo, la gente está persuadida de que, esta que produce tales
fenómenos, sea una civilidad en progreso. Y
se puede esperar, con confianza, que algún jurista o algún filósofo construya una magnífica teoría tanto del arte como
de la historia de masa, sosteniendo que eso del historiador recogido, cauto, absorto en pesar las pruebas como el
químico con sus balanzas y con sus
probetas, es una figura de otros tiempos, cara solamente a la nostalgia de
algún superviviente del siglo XIX,
como este viejo jurista que trata de hacernos conocer una verdad a cuyo
descubrimiento ha dedicado toda la vida.
VII
EL JUEZ Y EL IMPUTADO
El juez —-hemos dicho— es también él un
historiador, con la sola diferencia entre la grande
y la pequeña historia. Y puesto que la historia que el juez hace o, mejor,
reconstruye es la pequeña historia,
puede aparecer que su cometido resulte más fácil que el de reconstruir la historia grande. Yo me pregunto, sin embargo, si
verdaderamente es más fácil manejar el microscopio que el telescopio: la
diferencia entre el pueblo y el individuo ¿no es la diferencia entre el macrocosmos y el microcosmos? es un aspecto de
nuestra ceguera el de dar demasiada importancia a
la distinción entre
las cosas grandes y
las pequeñas; después
de todo, la experiencia del valor del átomo
debería habernos desengañado.
De todos modos, el cometido histórico del juez
no está solamente en reconstruir un hecho: cuando
en un proceso por homicidio se ha establecido la certeza de que el imputado,
con un tiro de pistola ha matado a un hombre, no se sabe todavía de él todo lo
que es necesario saber para deberlo condenar. El
homicidio no es solamente haber matado, sino haber querido matar. Esto quiere decir que el juez no debe limitar su
investigación a los aspectos externos o sea a las relaciones del cuerpo del hombre con el resto del
mundo, sino que debe descender, mediante su investigación,
al alma de aquel hombre. Y cuando se dice alma o espíritu o psiquis, como hoy
prefiere la gente culta, se alude a una región misteriosa de la cual no
conseguimos hablar sino mediante metáforas. Es necesario ir con
cautela en la investigación en este terreno. El peligro más grave es el de
atribuir a otro el alma nuestra, o sea el de juzgar lo que él ha sentido,
comprendido, querido, según lo que nosotros sentimos, comprendemos, queremos.
Ciertamente, no se puede juzgar de la intención
más que a través de la acción, o sea de lo
que el hombre hace. Pero de todo lo que hace, no
de una parte solamente. La acción del hombre
no es el acto singular, sino todos sus actos en
conjunto. Aquí el concepto que nos puede orientar
es el del individuo, precisamente porque expresa
la idea de la indivisibilidad; individuo no quiere
decir otra cosa que indivisible. Un hombre se
denomina individuo para significar, en una palabra,
que no se puede hacer su historia a trozos. Lo
que el hombre ha querido no se puede conocer
sino a través de lo que el hombre es; y lo que el
hombre es se conoce solamente de toda su
historia. El yo de cada uno de nosotros es un
centro al cual se refieren y en el cual se unifican
todos nuestros actos. cada uno de nuestros actos
se relaciona con este principio. Físicamente el
acto puede ser considerado en sí;
psicológicamente, no. La voluntad de un acto es el principio; y
el principio no se encuentra sino al final de la
historia de un hombre. Esto quiere decir, en una
palabra, que cuando el juez ha reconstruido un
hecho no ha recorrido más que la primera etapa
del camino; más allá de esta etapa el camino prosigue, porque le queda
por conocer la vida entera
del imputado.
Esta verdad, que espero haber enunciado con bastante claridad, se
encuentra actualmente
reconocida por las leyes penales modernas. Hay un
artículo de nuestro código en el que se
impone la obligación al juez de tener en cuenta
"la conducta y la vida del reo, anterior al delito; la
conducta contemporánea o subsiguiente al delito;
las condiciones de vida individual, familiar y
social del reo". Esta es una norma que conocen solamente los
juristas; pero también el hombre de
la calle la debe conocer, porque el hombre de la
calle debe saber que la ley penal declara
solemnemente el deber de realizar en el proceso
una cosa que, por el contrario, no se hace ni se
puede hacer. De esto debería resultar para él un
escándalo; pero a fin de que los escándalos
puedan beneficiar, deben ser conocidos. Este es
precisamente el fin que la Voz de San Jorge se
propone.
Lo que la ley quiere es precisamente que el juez
haga, toda entera, la historia del
imputado. Lo que supone, ante todo, que el juez
tenga el tiempo y la paciencia de hacérsela
contar por él; después deberá verificar el relato, pero entretanto debe
conseguir que le hagan este
relato. Basta enunciar tal necesidad para poner
en claro la paradoja, e incluso el absurdo, del
proceso penal. En realidad, el juez no tiene la
paciencia, y si la tuviese no dispondría del tiempo
necesario, para escuchar la historia del imputado
ni siquiera en sus aspectos más importantes; y
si la escuchase en cuanto a esos aspectos,
todavía no habría escuchado la historia verdadera,
porque la historia verdadera está formada también por
las cosas pequeñas, las cuales, para el conocimiento de un
hombre, cuentan mucho más que las grandes; he advertido ya, por lo demás que la diferencia entre lo grande y lo pequeño no es
más que un efecto de la limitación de los sentidos y de la inteligencia del hombre.
Y tanto más es imposible el oficio de
historiador, que la ley asigna al juez, en cuento
escuchar la historia del imputado exige, en
primer lugar, que se supere su desconfianza, primera
condición para un relato sincero; y la
desconfianza no se vence más que con la amistad, la cual,
entre el juez y el imputado, en la mayor parte de
los casos, es un sueño. Si se agrega que el
relato, naturalmente, debería ser objeto de
comprobación, y que así la investigación asumiría en
cada proceso dimensiones imponentes, es fácil
concluir que el cometido histórico del juez penal,
en cuanto se refiere al desenvolvimiento
espiritual, que conduce al delito, es, en la mejor de las
hipótesis, burdamente aproximativa.
No se ha de creer que el ambiente de los juristas
haya permanecido insensible a este
escándalo. Hace ya mucho tiempo que los juristas
se han dado cuenta de que para el juicio penal
es necesario, además de conocer el hecho, conocer al hombre; y conocer
al hombre no es posible
sin reconstruir su historia: la disposición que
he recordado hace un momento ha sido introducida
por mérito de la ciencia en el Código Penal
italiano. Y se han dado cuenta además los juristas de
que los medios de que dispone el juez para
conocer al hombre son absolutamente inadecuados:
por eso, últimamente se ha manifestado un
movimiento dirigido a procurarle la ayuda de un
experto en psicología. También este será, desde
luego, un paso adelante, cuando se pueda dar;
pero no se debe atribuir a la psicología
capacidad y méritos mayores de los que ella posee. Los
límites de la psicología son los límites de la
ciencia, esto es, poco más o menos, los límites del
análisis; aun cuando la materia haya sido removida hasta sus más íntimos
rincones, no es de este
modo como se puede captar el secreto de la vida;
y el secreto del espíritu es el secreto de la vida.
Todo lo que puede hacer el psicólogo es algo
análogo a lo que hace el estudioso de anatomía
sobre el cuerpo del hombre; pero el espíritu es,
esencialmente, unidad. No el camino de la
psicología, sino el de la amistad puede conducir
al hombre al corazón del otro hombre: y ese
camino, desgraciadamente, le está cerrado al juez.
Estas cosas os las digo no para excitaros a
despreciar el proceso penal y los hombres que
han construido y que maniobran su dispositivo.
Estos hombres han tenido y tienen todavía sus
culpas, que no deben ser ocultadas, pero que
tampoco se deben exagerar; sobre todo debemos
reconocer que son pobres también ellos, como
nosotros, y que las cosas perfectas nadie las sabe
hacer. En el fondo, el escándalo no está en los
hombres sino en las cosas. Es el proceso penal,
en sí, la pobre cosa a la cual está asignado un
cometido demasiado alto para poder ser cumplido.
Esto no quiere decir que se pueda prescindir de
él; pero si hemos de reconocer su necesidad,
debe reconocerse igualmente su insuficiencia. En
esto está verdaderamente una condición de la
civilidad, la cual exige que se trate con respeto
no solo al juez sino también al que ha de ser
juzgado e incluso al condenado. Nos debemos
contentar, desgraciadamente, con la historia del
imputado, como el juez la puede hacer; pero no
debemos fundar sobre ella nuestro juicio y, sobre
todo, nuestro desprecio.
Tanto más que la historia del individuo, como el
juez la puede hacer, por la naturaleza
misma del proceso penal, es una historia
irremediablemente incompleta. Un hombre es, desde
luego, su historia: pero su historia está
compuesta no solo por su pasado sino también por su
futuro. Yo soy no solo lo que he sido sino
también lo que seré. El presente es síntesis del pasado
y del futuro. Esto es tan cierto que el propio
Código Penal quiere que el juez tenga en cuenta la
conducta del reo tanto anterior como subsiguiente
al delito. Pero el juez, forzosamente, debe
detener la historia, si no en el momento del
delito, en el momento del juicio: lo que viene después
no lo puede tener en cuenta porque no lo puede
adivinar; sin embargo, aun cuando ignorado,
también el futuro es real. El juicio, para ser
justo, debería tener en cuenta no solamente el mal,
que uno ha hecho, sino también el bien que hará,
no solamente su capacidad para delinquir, sino
también su capacidad para redimirse. Pero a fin
de que este juicio, que para ser justo debe ser
entero, pueda realizarse, debería hacerse después
que el hombre ha terminado su vida. No se
pueden obtener las sumas de un balance, diría un
hombre de negocios, más que al fin del
ejercicio. Tal es la razón por la cual el proceso
de beatificación se hace por la Iglesia sobre el
muerto, no sobre el vivo. Hay siempre tiempo,
mientras se alienta, para que un canalla se
convierta en santo o un santo en canalla: valga el
ejemplo evangélico del ladrón crucificado. En cambio,
al contrario de lo que ocurre con el proceso de beatificación, el proceso penal
debe hacerse durante la vida. En la
mejor de las hipótesis, no se puede atribuir al juicio que en él se pronuncia más que un valor provisional: este, por
ahora, es un canalla a menos que... no se convierta en un santo;
también el ladrón crucificado, mientras no lo han clavado en la cruz, mientras
no ha pronunciado, ya agonizante, la sublime palabra del arrepentimiento, era
un canalla; pero con aquella palabra ha rescatado toda su iniquidad.
Nos hemos entendido, así lo espero, sobre el valor de estas reflexiones
mías a los fines de la civilidad. Yo no tengo
la menor intención de desacreditar el proceso penal más allá de los límites en que su imperfección podría ser eliminada
con un poco más de atención y de buena voluntad.
Sin embargo, la civilidad exige que no se le atribuya un valor del que no tanto
carece cuanto no puede llegar a tener. El imputado debería ser considerado
con el mismo respeto que se concede al
enfermo en manos del médico o del cirujano. Una tal equiparación entre el
enfermo y el preso ha sido hecha por Jesús: no debemos olvidarnos de
ello.
VIII
EL PASADO Y EL FUTURO EN EL PROCESO PENAL
Pero ¿por qué, pues, el juez hace historia?
Aquello que ha sido, ha sido; factum, infectum
fieri nequit, decían una vez;
nadie puede hacer volver atrás el tiempo. Ninguno, ni siquiera Dios,
ha dicho un día, en polémica conmigo, nada menos
que un doctísimo religioso; y a mí me ha
parecido una blasfemia, aun cuando inconsciente.
Pero dejemos estar este tema porque, si
volviéramos sobre él, se perdería el hilo del
discurso. Agua pasada no mueve molino; una gran
tentación emana de este proverbio: en absoluto la desesperación. ¿No
hay, pues, remedio para el
pasado? Si no fuese así ¿por qué se haría el
proceso penal? Una oscura intuición ha llevado
siempre a los hombres a creer que exista un
remedio. El delito es un desorden y el proceso sirve
para restaurar el orden; esta es la intuición. Pero ¿cómo se forma el
orden en lugar del desorden?
La verdad intuida es que el remedio al pasado
está en el futuro. No otra cosa que esta
verdad intuida guía a los hombres a reconstruir
la historia. En un tiempo esta intuición habla
encontrado su fórmula, cuando se decía que la
historia es maestra de la vida. Actualmente no se
dice ya; y parece un paso adelante en el camino
del saber. También el camino del saber, como
todos los caminos que conducen hacia lo alto,
tiene sus falsos planos y sus trayectos en
descenso; es cierto que habiendo perdido, por
decir así, el contacto entre el pasado y el futuro,
nos hemos alejado, más que aproximado, de la
cima. Quizá uno de los caracteres de la crisis es
precisamente este, que denominaría el desinterés
por el futuro. Incluso ha habido un filósofo,
venerado por los italianos y no solamente por
ellos, que ha negado al hombre la posibilidad de
prever. Pocas responsabilidades de la filosofía
son más graves que esta. La ceguera de estos
pretendidos conductores de hombres, los cuales no saben que el único
problema del hombre es el
problema del futuro, hace venir a la mente las
palabras del Evangelio: "¿cómo puede un ciego
guiar a otro ciego, sin que uno y otro se precipiten en el foso?”. El
hombre no tiene otro modo para
resolver el problema del futuro más que el de
mirar al pasado; solamente la contemplación del
pasado puede permitirle captar, como en un espejo, el secreto del
futuro. Si estos hubiesen sabido
desmontar, como hace un mecánico con una máquina, el prodigioso
mecanismo del pensamiento,
habrían comprendido, al menos, cuál es la virtud
de la memoria, custodio del pasado, desde el
cual la inteligencia inicia el vuelo hacia el futuro.
De cualquier manera que sea si hay un pasado que
se reconstruye para hacer de él la
base del futuro, en el proceso penal ese pasado
es el del hombre en la jaula. No existe otra razón
para establecer la certeza del delito, más que la de infligirle la pena.
El delito está en el pasado, la
pena está en el futuro. Dice el juez: debo saber
lo que has sido para establecer lo que serás. Has
sido un delincuente; serás un preso. Has hecho
sufrir, sufrirás. No has sabido usar de tu libertad;
serás encerrado. Yo tengo en las manos la
balanza; la justicia quiere que tanto como pesa tu
delito, pese tu pena.
Pero ocurre que, al llegar a este punto, sucede
algo que complica el problema. Esto
depende del hecho de que los delitos no es
bastante con reprimirlos; es necesario prevenirlos. El
ciudadano debe saber antes cuáles serán las consecuencias de sus actos,
para poderse conducir.
Es necesario también para los hombres algo que los espante, para
salvarlos de la tentación, como
se espantan los gorriones con el espantapájaros
a fin de que no se coman el grano. La balanza,
así, pasa de las manos del juez a las del legislador. El peso se hace
antes de que el ladrón robe, a
fin de que se abstenga de robar. Pero si se hace
antes se hace no sobre el hecho; sino sobre el
tipo. El tipo es un concepto, no un hecho; una
abstracción, no una realidad; algo previsto, no algo
acaecido. Ahora bien, el prever es, al mismo
tiempo, más o menos que el ver: más que el ver,
porque se agrega al ver; menos porque no se ve
todo aquello que, cuando haya acaecido, se
verá. En suma, es un ver indistinto; se distinguen las grandes líneas;
pero el acaecimiento reserva
siempre, aun cuando sea conforme a la previsión,
algo de nuevo. El derecho penal se debate,
pues, en ese dilema: o se pone la balanza en
manos del juez y entonces, si el juez es justo, el
peso será justo pero el derecho no sirve, o
sirve poco, para su función preventiva; o se reserva la
balanza al legislador, y entonces opera la
prevención en el sentido de que el ciudadano sabe
antes a qué consecuencias se expone al
desobedecer la ley, pero el peso corre el riesgo de no
ser justo, porque lo que se pone en uno de los
platillos es el tipo, no el hecho; y el tipo, decíamos,
es una abstracción, no una realidad. Entre los dos
extremos del dilema la solución no puede ser más que de
compromiso: por salvar la cabra y las coles no se salvan ni la cabra ni las
coles (no es posible nadar y guardar la ropa).
Por eso, en primer lugar, la técnica penal
recurre a la multiplicación de los tipos. Hay una
especie de muestrario cada vez más numeroso, que
se pone a disposición del juez a fin de que él
esté en situación de encontrar el tipo que se
asemeja más al hecho en su concreción. Y puesto
que la vida social, y con ella la delincuencia,
se complica cada vez más, también el Código penal,
incluso el conjunto de las leyes penales (las cuales, actualmente, no están ya todas ellas
contenidas en el Código, y hasta puede decirse
que la mayor parte de ellas están fuera), se
convierte en una especie de laberinto. El juez,
naturalmente, debe saberse mover en este
laberinto; para eso debe ser un jurista. Lo que
no deja de ser un peligro, y tanto es así que las
Cortes de Assises (tal es el nombre que se da a
los colegios juzgadores llamados a juzgar los
grandes delitos) están compuestas en parte, incluso en la menor parte,
por juristas; y, en cuanto al
resto, por profanos en derecho. El peligro está
precisamente en esto, en que, habituado al tipo, el
juez jurista se olvida del hombre; que viva, en suma, en un mundo
abstracto, en lugar de vivir en el
mundo concreto; que confunda los fantoches con los hombres y los hombres
con los fantoches.
El hombre de la calle, al asistir a un proceso,
tiene la impresión fastidiosa, y alguna vez
angustiosa, de esta separación de la vida; cuando oye disputar en torno
a la interpretación de este
o de aquel artículo del Código penal o del Código
de procedimiento penal, es inevitable que se
pregunte si este mecanismo tan implicado y
complicado no es una cosa diabólica creada por
gente que ha perdido el don de la simplicidad y
del buen sentido; gran parte de la mala fama de
los abogados y, en general, de los hombres de
leyes, se debe a esta desazón y a este disgusto.
Se
produce, de este
modo, una fractura
entre el pueblo
y la justicia,
o mejor dicho
la
administración de la justicia, que es ciertamente
nociva para la civilidad. No hay otra cosa que
hacer para restablecer la confianza más que advertir que la justicia,
tal como se puede obtener por
la obra de los jueces en el proceso, es aquel
poco de justicia que a nosotros pobres hombres,
limitados y finitos como somos, nos está
consentida. No hay nada más peligroso que cultivar las
ilusiones en torno a este punto fundamental del problema de la civilidad.
El derecho no puede hacer milagros y el proceso
todavía menos. Mientras las leyes son
obedecidas, todo va bien, o, al menos,
permanecen ocultos los defectos; es la desobediencia la
que los hace salir fuera. El proceso, se ha
dicho, y el proceso penal más que ningún otro,
descubre las contradicciones del derecho, el cual
se ingenia como puede para superarlas. Ahora
ha salido a la luz el contraste, en materia de la
determinación de la pena, entre el juez y el
legislador; a los fines de la represión, esta
determinación debería corresponder al juez; a los fines
de la prevención, al legislador. Aparece un
mecanismo empírico que ata las manos al juez, pero
no excesivamente: la ley, en vez de una pena
fija, establece por lo general un mínimo y un
máximo, que marcan los límites de la libertad del
juez: una especie de libertad vigilada; en todo
caso una medida, que no consigue, no ya resolver,
ni siquiera ocultar la contradicción. Pero no
hay nada que hacer: es la eterna antinomia entre
lo uno y lo múltiple, dentro de la cual se debate
la vida del hombre.
Por esta antinomia, que el hombre no es capaz de
resolver, esta viciado también el
derecho y, sobre todo, el proceso. En el momento en que el juez ha
logrado dar cumplimiento a su
cometido de historiador (y hemos visto las
dificultades que se oponen a su cumplimiento), cuando
ha reconstruido el pasado y debe adecuar a este
el porvenir, cuando pesa sobre él con mayor
gravedad la exigencia de la justicia, que consiste
precisamente en esta adecuación, en el
momento en que tendría necesidad a tal fin de toda su libertad, he aquí
que la ley le ata las manos
constriñéndolo a juzgar, en lugar de un hombre,
un fantoche. Esta sustitución, en el momento
álgido del drama, denuncia una vez más la
pobreza de la justicia humana. Hay, entre otros, casos
en los que es claro que ha bastado el proceso, o
mejor aquella fracción del proceso que se ha
desarrollado para reconstruir la historia, con
todos sus sufrimientos, con todas sus angustias, con
todas sus vergüenzas, para asegurar el porvenir del culpable en el
sentido de que ha comprendido
su error y no solo lo ha comprendido sino que,
con aquel peso de sufrimiento, de angustia, de
vergüenza, lo ha expiado, y el resto del proceso,
su prolongación por la condena y con la
ejecución de ella no es otra cosa que una
pérdida total para el individuo y para la sociedad; si el
juez
fuese libre, estos son los casos en que diría como Jesús a la adúltera:
"Ve y no peques más"; pero tiene desgraciadamente, atadas las manos.
No se debe protestar contra la ley. De acuerdo,
en cuanto a esto: no se puede protestar contra la necesidad;
pero no se puede ocultar que derecho y proceso son una pobre cosa y es esto
verdaderamente, lo que se necesita para hacer avanzar la civilidad.
IX
LA SENTENCIA PENAL
Reconstruida la historia, aplicada la ley, el juez
absuelve o condena. Dos palabras que se oye pronunciar continuamente, pero cuyo
significado profundo es necesario descubrir.
Deberían querer decir: el imputado es inocente o
culpable. El juez debe, sin embargo,
escoger entre el no del defensor y el sí del
ministerio público. Pero ¿y si no puede escoger? Para
escoger debe haber una certeza, en sentido
negativo o en sentido positivo: ¿y si no la hay? Las
pruebas deberían servir para iluminar el pasado,
donde antes había oscuridad: ¿y si no sirven?
Entonces dice la ley, el juez absuelve por
insuficiencia de pruebas; ¿y qué quiere decir eso? No
que el imputado es culpable, pero tampoco que es
inocente; cuando es inocente, el juez declara
que no ha cometido el hecho o que el hecho no
constituye delito. El juez dice que no puede decir
nada, en estos casos. El proceso se cierra con un nada de hecho. Y
parece la solución más lógica
de este mundo.
Bien: ¿pero y el imputado? Que uno sea imputado
quiere decir que probablemente, ya que
no ciertamente, ha cometido un delito; el proceso
o, mejor, el debate sirve, precisamente, para
resolver la duda. En cambio, cuando el juez
absuelve por insuficiencia de pruebas, no resuelve
nada: las cosas quedan como antes. La absolución
por no haber cometido el hecho o porque el
hecho no constituye delito, cancela la
imputación; con la absolución por insuficiencia de pruebas,
la imputación subsiste. El proceso no termina
nunca. El imputado continúa siendo imputado por
toda la vida. ¿No es un escándalo también esto? Nada menos que una
confesión de la impotencia
de la justicia. Pero ¿puede la justicia
confesarse impotente? Y, sin embargo, si lo es, ¿no es justa
la confesión? ¿No sería peor si el juez declarase
la inocencia o la culpabilidad cuando no está
convencido de la una ni de la otra? La sentencia se resolvería en una
mentira. El proceso llega así
a un callejón sin salida, del cual no es posible
escapar. O mentir o declarar la quiebra: una vía
intermedia no existe. Y no se puede censurar ni a las leyes ni a los
hombres: así es la necesidad y
lo que se puede decir es solamente que, también a
este respecto, el proceso penal es una pobre
cosa; y debemos sacar de ello las consecuencias
en cuanto al comportamiento a observar
respecto de aquellos que resultan afectados.
Tanto más grave es la deficiencia, que ahora se
ha puesto en claro, en cuanto si el
imputado no es culpable, la declaración de su
inocencia es el único modo para reparar el daño
que injustamente se le ocasionó. Verdaderamente,
si no ha cometido el delito, quiere decir no
tanto que debe ser absuelto cuanto que no debía
ni siquiera ser imputado. No habrá existido
malicia por parte de quien lo ha sospechado;
habrá sido uno de aquellos errores a los cuales,
desgraciadamente, nosotros los hombres estamos
irreparablemente sujetos; la culpa será de las
circunstancias que han engañado a la policía, al
ministerio público, al juez instructor; pero, en
suma, ha existido un error; la sentencia de
absolución por no haber cometido el hecho o por
inexistencia de delito contiene no solamente la
declaración de la inocencia del imputado sino, al
mismo tiempo, la confesión del error cometido por
aquellos que lo han arrastrado al proceso. Por
poco que se reflexione, aparece claro que los
errores judiciales, aun de gran importancia, son
mucho más numerosos de lo que se cree. Todas las
sentencias de absolución, excluida la
absolución por insuficiencia de pruebas, implican
la existencia de un error judicial. La gente,
cuando oye hablar de error judicial, piensa en
el pobre Panadero, esto es, en el error descubierto
después de la condena, durante la expiación e
incluso cuando el condenado ha terminado de
penar.
Estos son, ciertamente,
los casos más dolorosos;
pero forman parte de una serie
incomparablemente más numerosa. Con las
estadísticas en la mano, y puesto que todas las
providencias de absolución se resuelven en la
comprobación de un error judicial, vendrían a la luz
que harían estremecer.
La gente, cuando el juez absuelve, especialmente
en los procesos célebres, ensalza a la
justicia; y tiene razón, porque es siempre una
fortuna y un mérito darse cuenta del error; pero
entretanto el error ha ocasionado sus daños ¡y
que daños! Estos daños ¿quién los repara? No se
debe
confundir, ciertamente, la
culpa con el
error profesional; esto
quiere decir que
las
equivocaciones, que no se deban atribuir a
impericia, a negligencia a imprudencia, sino, por el
contrario, a la insuperable limitación del hombre, no
dan lugar a responsabilidad de quien las
comete; pero es precisamente esta
irresponsabilidad la que señala otro aspecto en demérito del
proceso penal. Es un hecho que este terrible
mecanismo, imperfecto e imperfectible, expone a un
pobre hombre a ser llevado ante el juez,
investigado, no pocas veces arrestado, apartado de la
familia y de los negocios, perjudicado por no decir arruinado ante la
opinión pública, para después
ni siquiera oír que se le dan las excusas por
quien, aunque sea sin culpa, ha perturbado y en
ocasiones ha destrozado su vida. Son cosas que, desgraciadamente
suceden; y una vez más, aun
sin protestar, ¿no deberemos al menos reconocer
la miseria del mecanismo, que es capaz de
producir estos desastres, y que es hasta incapaz de no producirlos?
Menos mal cuando el error es
reconocido relativamente pronto, antes del
debate, con la absolución por parte del juez instructor
o, a lo más, al final del debate de primer grado;
pero no son raros los casos en los cuales,
después de una primera condena, la absolución
llega más tarde, al final de un vía crucis, que no
es raro dure algunos años: aquel diplomático
italiano, que fue acusado de haber matado a la
mujer en Thailandia, ha pasado catorce años en
prisión preventiva antes de que, con la
absolución pronunciada, hace tiempo, por la
Corte de apelación de Bolonia, se haya reconocido
su inocencia.
Es pues, precisamente la hipótesis de la absolución la que descubre la
miseria del proceso penal, el cual, en tal
caso, tiene el único mérito de la confesión del error. El error del cual la
gente no se da cuenta, y no solo los
hombres de la calle, sino incluso los expertos del derecho: no conozco un jurista, con excepción de quien os
habla, que haya advertido que toda sentencia de absolución es el
descubrimiento de un error. De este modo, o por negligencia o por falso pudor,
se ocultan las miserias del proceso penal que
deben, en cambio, ser conocidas y sufridas a fin de que se califique,
como se debe, a la justicia humana.
Por el contrario, cuando el juez está convencido
de la culpabilidad del imputado, entonces
condena. Pero ¿y si se hubiese equivocado? La
amenaza del error pende, como la espada de
Damocles, sobre el proceso. Resuena, en el fondo
de toda sentencia, la divina admonición: "no
juzguéis". La ley hace lo que puede para
garantizar la sentencia contra el error. No se trata aquí
de someter a una crítica las medidas que la ley
toma a este respecto. Y tampoco de describirlas:
la gente sabe, poco más o menos que la sentencia de primer grado puede
ser revisada por el juez
de apelación, y la sentencia de apelación por la
corte de casación: y no sería en absoluto útil
explicar este mecanismo complicado y tampoco
hacer observar sus graves y, después de todo,
irremediables defectos. No se debe desconocer
que, no obstante estos defectos, el mecanismo
hasta un
cierto punto sirve
para garantizar el
proceso contra el
error: hasta el
punto,
aproximadamente, en que es posible; pero una
garantía absoluta no se puede dar. También el
juicio de los jueces superiores está expuesto,
como el de los jueces inferiores a este peligro, tanto
más que si de un lado, ellos se encuentran,
respecto de aquellos, en una posición ventajosa, de
otro lado, especialmente en cuanto al juicio
histórico, los medios de que dispone son todavía más
imperfectos; basta pensar que en el proceso de
apelación, de ordinario, no son examinados de
nuevo los testigos y el juicio se forma sobre las
actas, las cuales no dan ni pueden dar de los
testimonios más que una representación mutilada, a menudo deformada, y
hasta incomprensible.
Sin embargo, al llegar a un cierto punto, es
necesario terminar. El proceso no puede durar
eternamente. Es un final por agotamiento, no por
obtención del objeto. Un final que se asemeja a
la muerte más que al cumplimiento. Es necesario
contentarse. Es necesario resignarse. Los
juristas dicen que, al llegar a un cierto punto,
se forma la cosa juzgada; y quieren decir que no se
puede ir más allá. Pero dicen también: res iudicata pro veritate habetur,
la cosa juzgada no es la
verdad, pero se considera como verdad. En suma,
es un subrogado de la verdad. Estas cosas,
que los juristas saben, también los demás las
deben saber. Después de todo, es fácil que, con
aquel aparato solemne de la cátedra, de las togas, de la jaula, de los
penachos de los carabineros
detrás del presidente, del ministerio público que
acusa, de los abogados que defienden, del
público que asiste tenso y apasionado, aquellos
se hagan la ilusión de que la que sale de los
labios de los jueces, al final, sea la verdad. Y
puede también ocurrir que sea la verdad; sin
embargo, nadie lo sabe; puede ser así, pero puede también no serlo.
En Asis, un día, hablando del preso, lo he
definido con estas palabras: uno que puede ser culpable.
He tenido la impresión de que quienes me escuchaban hayan quedado horrorizados.
Pero son las cosas que se deben saber a los fines de la civilidad.
X
EL CUMPLIMIENTO DE LA SENTENCIA
Como quiera que sea, absolución o condena, el proceso termina cuando el
juez ha dicho la última palabra.
También esta es una impresión, al menos en parte,
falaz. Termina, es cierto, con la absolución: quiero
decir, cuando la absolución se convierta en cosa juzgada. Y dejemos estar si es
justo que ocurra así; es siempre posible que más tarde surjan nuevas pruebas,
de las cuales resulte con certeza que el imputado absuelto era
culpable; el por qué, en este caso, él debía gozar de la impunidad, es algo que difícilmente se comprende; pero no es la
crítica de la ley lo que yo quiero hacer desde este púlpito.
En cambio, en el caso de condena, el proceso no
termina en absoluto. Cuando se trata de
condena, nunca está dicha la última palabra: el
imputado absuelto, aun cuando surjan nuevas
pruebas contra él, está actualmente, bien o mal,
a seguro; pero el condenado, en ciertos casos (y
dejemos estar, también aquí la crítica de la ley,
que es igualmente, en este aspecto, muy
imperfecta) tiene derecho a la revisión o sea, con muchas cautelas, a la
reapertura del proceso.
Como quiera que sea, y aun prescindiendo de esta
reviviscencia, la condena no significa
en absoluto el final del proceso: quiere decir, por el contrario y a
diferencia de la absolución, que el
proceso continúa; solamente que su sede se
transfiere del tribunal a la penitenciaría. Lo que se
debe entender es que también la penitenciaría
está comprendida, con el tribunal, en el palacio de
justicia. Es una idea esta que nada tiene de
clara aun en la mente de los juristas; pero debe ser
aclarada en interés de la civilidad. Incluso
aquí se presenta el nudo del problema en el terreno de
la civilidad.
Le ocurre a la gente, incluidos los juristas, en
cuanto a la condena, algo de análogo a lo
que ocurre cuando un hombre muere: el pronunciamiento de la condena, con
el aparato que todos
conocen, más o menos, es una especie de funeral;
terminada la ceremonia, una vez que el
imputado sale de la jaula y lo toman en su poder
los carabineros, se reanuda para cada uno de
nosotros la vida cotidiana y, poco a poco, en el
muerto no se piensa más. Bajo un cierto aspecto
se puede también asemejar la penitenciaría al
camposanto; pero se olvida que el condenado es
un sepultado vivo.
No es necesario mucho para comprender que, en vez
de camposanto, debería ser un
hospital; pero basta haber entendido esto para
descubrir el error de quien piensa que, con la
condena, el proceso haya terminado. La condena,
mirándolo bien, no es más que una diagnosis:
¿no es también la diagnosis un juicio? El médico cuando, al final de sus
investigaciones, establece
la existencia de la enfermedad, pronuncia también
él una sentencia, y hasta una condena;
también a él le ocurre, lo mismo que al juez,
absolver o condenar, según que contemple en el
paciente un sano o un enfermo. Pero ¿a quién se
le ocurre que el médico, con la diagnosis haya
llenado su cometido? El juez, con la sentencia de
condena, hace la diagnosis y prescribe la
curación: también la curación, pues, es obra de justicia; ¿o es que tal
obra debe detenerse cuando
ha comprobado que alguno es un delincuente sin
preocuparse de hacer todo cuanto es posible a
fin de que se convierta en un hombre honrado?
La penitenciaría es, verdaderamente, un hospital,
lleno de enfermos del espíritu, en lugar
de enfermos del cuerpo, y, alguna vez, también
del cuerpo; pero ¡qué hospital tan singular! En el
hospital, antes que nada, el médico, cuando se
da cuenta de que la diagnosis es equivocada, la
corrige y rectifica la curación. En la
penitenciaría, en cambio, está prohibido actuar así. No es un
hospital, donde no existan médicos ni enfermeras: el director de la
penitenciaría y los otros, que le
ayudan en la dirección, no están desprovistos en
absoluto de aquellos conocimientos que puedan
servir para el conocimiento de sus enfermos; y a
menudo atienden a ello con inteligencia, con
paciencia y hasta con abnegación. Sin embargo, a
estos médicos la diagnosis del juez les está
impuesta con la autoridad, precisamente, de la
cosa juzgada; la experiencia de la marcha de la
enfermedad no cuenta para nada: el juez ha dicho
diez, veinte, treinta años, y diez, veinte, treinta
deben ser, aun cuando la experiencia demuestre
que son demasiados o que son demasiado
pocos porque, aun antes del período establecido, el
enfermo ha recuperado la salud o bien, por el contrario, el período ha
transcurrido inútilmente.
Dicen, fácilmente, que la pena no sirve solamente
para la redención del culpable sino
también para la admonición de los otros, que podrían ser tentados a
delinquir y que por eso se los
debe asustar; y no es este un discurso que deba
tomarse a broma; pues al menos deriva de él la
conocida contradicción entre la función represiva y la función
preventiva de la pena: lo que la pena
debe ser para ayudar al culpable no es lo que
debe ser para ayudar a los otros; y no hay, entre
estos dos aspectos del instituto, posibilidad de
conciliación. Lo menos que se puede concluir de
ello es que el condenado, el cual, aun habiendo
quedado redimido antes del término fijado para la
condena, continúa en prisión porque debe servir de ejemplo a los otros,
es sometido a un sacrificio
por interés ajeno; este se encuentra en la misma
línea que el inocente, sujeto a la condena por
uno de aquellos errores judiciales que ningún
esfuerzo humano conseguirá nunca eliminar.
Bastaría para no asumir frente a la masa de los
condenados aquel aire de superioridad que
desgraciadamente, más o menos, el orgullo, tan
profundamente anidado en lo más íntimo de
nuestra alma, inspira a cada uno de nosotros;
ninguno, verdaderamente sabe, en medio de ellos,
quién sea o no sea culpable y quién continúe o no continúe siendo.
Como quiera que sea, aun cuando la pena debe
servir para asustar a los otros, debería al
mismo tiempo servir para redimir al condenado; y
redimirlo quiere decir curarlo de su enfermedad.
A cuyo fin se debería saber en qué consiste su
enfermedad. Aquí las cosas que se han de decir
son las más simples y las más amargas; mientras
la medicina del cuerpo ha realizado progresos
maravillosos, la medicina del espíritu se
encuentra todavía en un estadio infantil. Cristo, hasta
ahora, sobre este tema, ha predicado en el
desierto. Al colocar al preso, junto al enfermo, en la
cima de la escala de los pobres. Él ha dicho bien
claro que la delincuencia es una forma de
pobreza: al hambriento le falta la comida, el
agua al sediento, el vestido al desnudo, la casa al
vagabundo, la salud al enfermo; ¿que es lo que le
falta, pues, al preso? Cristo, al invitarnos a
visitarlo ha hablado claro: la visita es un acto
de amistad. Es muy simple: ¿no es el delito, en
cambio, un acto de enemistad? Parece imposible
que el estudio del delito haya presentado tantas
dificultades y tantas complicaciones. ¿Cómo no
recordar las otras palabras de Cristo: "te doy las
gracias, Padre, porque estas cosas las has
revelado a los pequeños y las has ocultado a los
sabios"? Es necesario ser pequeños para
comprender que el delito se debe a una falta de amor.
Los sabios buscan el origen del delito en el
cerebro; los pequeños no olvidan que, precisamente
como ha dicho Cristo, los homicidios, los robos,
las violencias, las falsificaciones vienen del
corazón. Es al corazón del delincuente al que,
para curarlo, debemos llegar. Y no hay otra vía
para llegar a él sino la del amor. La falta del
amor no se colma más que con el amor. "Amor
che a
nullo
amato amar perdona". La cura de la que el preso tiene
necesidad es una cura de amor.
¿Y el castigo? La pena, sin embargo, debe ser un
castigo. De acuerdo; pero el castigo no es en absoluto incompatible con el amor.
El padre que no emplea el bastón no ama al hijo, se dice en la Biblia. El castigo, para un corazón de
padre, exige más amor que el perdón, precisamente porque, al castigar al hijo,
se castiga a sí mismo; no hay corazón de padre que no sangre por el sufrimiento del hijo. El amor por el condenado no
excluye en absoluto la severidad de la pena. Bajo este aspecto, por fortuna, no existen antinomias en el instituto de
la pena, sino solamente una batalla a combatir, en nombre de la
civilidad.
La batalla no es por la reforma de la ley sino
por la reforma de la costumbre. La ley,
especialmente con las modificaciones más
recientes, hace por el condenado lo que puede. No es
necesario pretender todo del Estado.
Desgraciadamente este es uno de los hábitos que se van
consolidando cada vez más entre los hombres; y
también este es un aspecto de la crisis de la
civilidad. Sobre todo no se debe pedir al Estado
lo que el Estado no puede dar. El Estado puede
imponer a los ciudadanos el respeto, pero no les
puede infundir el amor. El Estado es un
gigantesco robot, al cual la ciencia le ha podido
fabricar el cerebro pero no el corazón. Le
corresponde al individuo sobrepasar los límites,
en los cuales debe detenerse la acción del
Estado. Al llegar a un cierto punto, el problema
del delito y de la pena deja de ser un problema
jurídico
para seguir siendo
solamente, un problema
moral. Cada uno
de nosotros está
comprometido, personalmente, en la redención del
culpable y responde de ella. A darle, en último
análisis, tal conciencia y a hacerle sentir tal
responsabilidad están dirigidas estas conversaciones.
Ya desde el principio, mientras se desarrolla el
proceso para la comprobación del delito, antes, en
suma, de la absolución o de la condena, el
comportamiento de cada uno de nosotros puede tener una
influencia notable para facilitar su curso y, en todo caso, para disminuir los
sufrimientos que el proceso ocasiona. En
otros términos, cada uno de nosotros es un colaborador invisible de los órganos
de la justicia. Pero, hasta la condena, puede bastar el respeto.
Después de la condena no basta ya. El condenado
es el pobre, por excelencia, en su
desnudez. No hay una necesidad más angustiosa que la necesidad del amor.
Es necesario verlos,
dentro del burdo uniforme a grandes rayas, hecho
para separarlos de los otros hombres, alzar
sobre nosotros una mirada, en la cual se expresa,
aun cuando trate de ocultarse, el sentido
mortífero de su inferioridad, para comprender el
bien que puede proporcionar a ellos una sonrisa,
una palabra, una caricia. Un bien del cual en un primer momento no se
dan cuenta. Al cual incluso
pueden, al principio, tratar de resistir, pero
que después, poco a poco, se insinúa en ellos, se
apodera de ellos, los conquista, los endulza,
exprime de su corazón sentimientos que parecían
sepultados y de sus labios palabras que parecían
olvidadas. Es necesario haber vivido esta
experiencia para comprender que nuestro
comportamiento frente a los condenados es el índice
más seguro de nuestra civilidad.
XI
LA LIBERACIÓN
Finalmente,
para el preso,
llega el día
de la liberación.
Y entonces, el
proceso verdaderamente ha terminado.
Es decir: el día de la liberación puede llegar de
seguro; pero a condición de que se
entienda la verdadera liberación de la prisión,
que es nuestra finitud, y no quiero tampoco decir de
nuestro egoísmo, ya que basta decir de nuestro
yo; la puerta está siempre abierta para evadirse y
no son necesarios grandes esfuerzos a tal objeto; basta sentir el peso
de nuestra soledad y con él
la necesidad del otro que está próximo; cuando se
siente la necesidad del otro se termina por
sentir la necesidad de Dios. Muchos conciben a
Dios como infinitamente distante y se imaginan
que es necesario para alcanzarlo un interminable camino; pero no
recuerdan la respuesta que Él a
dado a Blas Pascal: puesto que me buscas, me has
encontrado ya. Dios está siempre próximo al
hombre; lo infinito está al borde de lo finito;
no es necesario más que reconocerlo, lo que,
probablemente, en la cárcel es más fácil que
fuera. Una vez reconocido, la cárcel se convierte en
un alcázar. En este sentido, verdaderamente, la
liberación está al alcance de la mano de todo
condenado. No existen ni rejas ni guardianes que
le puedan privar de liberarse. Pero no es de
esto de lo que ahora quiero hablar. La ocasión vendrá dentro de poco.
Porque si, por el contrario, la liberación se entiende en sentido
físico, en lugar de espiritual,
su día puede también no llegar. El pensamiento
corre ahora al ergástulo, reclusión que dura por
toda la vida: al ergastulano la puerta de la
cárcel no se le abre sino para dejar pasar su cadáver.
Esto quiere decir que para él, el proceso no
tiene fin. Y puesto que la penitenciaría es, o debería
ser, un sanatorio para recuperar las almas
enfermas, la condena al ergástulo es la declaración de
que el alma de un hombre está perdida para siempre. El tono lúgubre de
estas palabras inspira un
sentido de horror; pero no para aquel a quien
están dirigidas, sino para aquel que las ha
pronunciado. La Corte de casación italiana en
secciones unidas, que es la más alta expresión de
la justicia humana en nuestro país, no solo ha
negado, hace pocos meses lo inhumano del
ergástulo cuanto la seriedad de quien ha sostenido ese carácter
inhumano. Paciencia. No hay que
levantarse ni inquietarse contra este juicio.
También la Casación es un juez, y como todos los
jueces, puede equivocarse. Desgraciadamente, los
jueces yerran tanto más fácilmente cuanto
más seguros se crean de no yerran. Mientras el
magisterio de la Iglesia, si con el proceso de
beatificación declara la certeza de elevación de un santo al paraíso, no
conoce un proceso dirigido
a verificar el precipicio de un réprobo al
infierno, y los teólogos, temerosos de escrutar en el
corazón de los hombres y más aún en el corazón de
Dios, no osan afirmar la condena al infierno
ni siquiera de Judas, la magistratura italiana,
por la voz de su órgano más insigne, ha declarado
conforme a la humanidad el que un hombre sea condenado para toda la
vida, esto es, que la pena
de la reclusión, como la del infierno, no tenga
nunca fin. Si fuera necesario una prueba más de la
miseria del proceso, la misma nos ha sido proporcionada.
Pero también para los reclusos no condenados al
ergástulo, puede ocurrir que no llegue el
día en que salgan vivos, de la prisión. Un
terrible aspecto de la condena a la reclusión, aún por un
período breve, es este de que nadie está seguro
de no morir dentro de aquel período. Esto basta
para decir que el proceso penal, el cual no cesa
con la condena sino que sigue con la expiación,
puede durar hasta la muerte. La eventualidad de
la muerte en la cárcel es el riesgo más grave del
encarcelamiento. Y no porque una interpretación
benévola de la disciplina carcelaria no consienta
al moribundo el último saludo de sus seres
queridos, sino porque aquel morir le trunca la
esperanza del retorno al consorcio humano. Esta, la esperanza de entrar
de nuevo en el consorcio
humano, de despojarse finalmente del horrible
uniforme, de asumir de nuevo el aspecto del
hombre libre, de retomar su puesto en la
sociedad, es el oxígeno que alimenta al preso. Desde el
momento en que ha entrado en la prisión, esta es
la razón de su vida. En privarlo de ella, está lo
inhumano de la condena por toda la vida. El
condenado a ergástulo no tiene ni siquiera la
conformación de contar los días. Y la de contar los días es la vida del
preso.
Pero, desgraciadamente, en la mayor parte de los
casos también este esperar es falaz. El
proceso, sí, con la salida de la prisión está
terminado. Pero la pena, no: quiero decir el sufrimiento
y el castigo.
Se puede pensar, especialmente en cuanto a las
condenas de larga duración, en las dificultades
ocasionadas al liberado de la cárcel por el cambio de las costumbres, de las relaciones interrumpidas, de los ambientes modificados
todo esto no puede dejar de determinar una crisis, que podría
también llamarse la crisis del renacimiento. Si no fuese porque esto, sin embargo,
sería poca cosa.
Por el contrario, en la mayor parte de los casos,
no se trata de una crisis. La cuestión es
mucho más grave. El preso, al salir de la
prisión, cree no ser ya un preso; pero la gente, no. Para
la gente él es siempre un preso, un encarcelado;
a lo más, se dice ex-carcelado; en esta fórmula
está la crueldad y está el engaño. La crueldad
está en pensar que, tal como uno ha sido, debe
continuar siendo. La sociedad clava a cada uno a su pasado. El rey, aun
cuando según el derecho
no sea ya rey, es siempre rey; y el deudor, aun
cuando haya pagado su deuda, es siempre
deudor. Este ha robado; lo han condenado por esto; ha cumplido su pena,
pero...
En ese pero, decía, está la crueldad y está el
engaño. Pero podría robar todavía: ergo, yo
no le doy trabajo. Así razona la gente. Y nada
cuenta que, al razonar así, ante todo, en lugar de
razonar se aparte de todo razonamiento; si
razonase, se daría cuenta de que no ya el futuro
depende del pasado, sino el pasado del futuro;
si esto no fuese verdad, se negaría la redención e
incluso la resurrección. La fórmula del ex
resulta sacrílega precisamente por esto. Pero los
hombres, que lo ven todo al revés, continúan
estando persuadidos de que cada uno seguirá
siendo como ha sido; y no la gente vulgar
solamente, sino también los hombres de gran cultura, e
incluso aquellos que hacen profesión de
cristianismo. De cualquier manera, y aunque este fuese
un razonar justo, olvidarían ellos que, cuando se llega a un cierto
punto, no basta razonar; la razón
es necesaria; pero no es suficiente. Si no
existiese más que la razón, no existiría la caridad. La
caridad, esencialmente, es locura. Si San
Francisco hubiese razonado, ¿habría nunca besado al
leproso, con el riesgo de contraer el contagio?
Ciertamente, eso de tomar a su servicio un ex-
ladrón en el propio establecimiento o en la
propia casa, es un riesgo; podría estar pero también
podría no estar curado. ¡El riesgo de la
caridad! Y la gente razonable trata de evitar los riesgos. In
dubis abstine. Así el ex-ladrón
queda sin trabajo. Llama a esta puerta; llama a aquella otra: son
todas personas razonables las que podrían darle
el modo de ganarse el pan. Estas personas
razonables quieren quedar garantizadas; para su
garantía ¿no se ha instituido el certificado
penal? ¡Fuera, pues, el certificado penal! El
ex-ladrón, así, está marcado en la frente: ¿quién ha
de darle trabajo? ¡Ah las ilusiones de la cárcel,
cuando se contaban ansiosamente los días que
faltaban para la liberación! ¿El Estado? El
Estado es un ser razonable también. Cuando se trata
de proclamar los principios, especialmente en
régimen de democracia, el Estado es el primero en
dar el ejemplo: "el imputado no es considerado culpable mientras no
sea condenado por sentencia
definitiva"; "Italia es una República
fundada sobre el trabajo"; “La República tutela el trabajo en
todas sus formas". Pero cuando se trata de
tutelar sus intereses, también el Estado arruga la
frente. Un empleado público está bajo la
sospecha de haberse apropiado de los fondos del erario
y es sometido a proceso penal; puede ocurrir que
no sea cierto; puede también tratarse de poca
cosa; puede ser que él se haya encontrado
cargado de familia, en los tiempos que corren, en una
situación desesperada. Puede ser, pero la ley es
la ley: mientras tanto, suspendido de empleo y
sueldo hasta la sentencia definitiva; la
Constitución lo considera todavía inocente, pero un
inocente que no tiene ya derecho a ganarse el
pan. Se sigue el proceso y se le infligen tres años
de reclusión; si este es su castigo, una vez
transcurridos, debería volver a ser aquello que era
antes; en cambio, no: el empleo queda
definitivamente perdido; para él, la salida de la cárcel es el
principio en vez del final de un calvario. Un maestro, afectado por una
condena, no puede volver a
trabajar como maestro, después de haberla cumplido. Un capitán de barco,
salido de la prisión, no
puede volver a ejercer nunca su profesión. No son ejemplos inventados;
los he tomado los tres, de
mi experiencia más reciente. Por lo demás, no
habría ni siquiera necesidad de ello, porque se
trata de cosas más que sabidas por todos: ¿quién ignora que para aspirar
a un empleo público, es
necesario que el certificado penal sea limpio?
Y ni siquiera se puede discutir que esta es la
exigencia más razonable de este mundo. Ni
que, si el Estado se comporta así, los
ciudadanos no tienen razón para imitarlo. Solo, en términos
de razón, igualmente se debe reconocer que esto del
preso, que cuenta los días soñando en la
liberación, es nada más que un sueño; serán
necesarios muy pocos días después que la puerta
de la prisión se haya abierto, para despertarlo.
Entonces, desgraciadamente, día por día su visión
del mundo se invierte: en fin de cuentas se
estaba mejor en galeras. Este lento deshojarse de su
ilusión; este cambio de las posiciones, este
disgustarse de la que él creía ser la libertad, este
retornar del pensamiento a la prisión, como a
aquella que es, actualmente, su casa, se describe
magníficamente en una conocida novela de Hans
Fallada; pero la gente no debe creer que sean
situaciones creadas por la fantasía del
escritor: la invención corresponde, desgraciadamente, a la
realidad.
Y tampoco aquí, debemos decirlo una vez más, se
quiere protestar en absoluto contra la realidad. Basta con
conocerla. El resultado de haberla conocido es este: la gente cree que el proceso penal termina con la condena, y no es verdad;
la gente cree que la pena termina con la salida de la cárcel, y
no es verdad; la gente cree que el ergástulo es la única pena perpetua y no es
verdad. La pena, si no propiamente siempre, en nueve de cada diez casos, no
termina nunca. Quien ha pecado está perdido. Cristo perdona, pero los
hombres no.
XII
FIN:
MÁS ALLÁ DEL DERECHO
Quizá ahora, al final de estos coloquios, se
haya comprendido más claramente de lo que
podía comprenderse al principio de ellos, el valor que tiene el problema
penal para la civilidad.
Civilidad, humanidad, unidad son una sola cosa:
se trata de la posibilidad alcanzada por
los hombres de vivir en paz. Todos nosotros
tenemos un poco de ilusión de que los delincuentes
son los que perturban la paz y de que la perturbación puede eliminarse
separándolos de los otros;
así el mundo se divide en dos sectores: el de los
civiles, y el de los inciviles; una especie de
solución quirúrgica del problema de la civilidad.
Aquí la idea se expone, como ocurre siempre
cuando se trata de simplificar la expresión, en términos paradójicos,
pero no sería difícil demostrar
que la idea corresponde exactamente al modo de
pensar común, empírico, científico y hasta
filosófico.
Está bien: ¿cómo se hace para distinguir a los
inciviles de los civiles? El único medio para
distinguir es el juicio; y es necesario hacer la experiencia amarga del
juicio penal para comenzar a
comprender la admonición de Jesús.
Desgraciadamente, casi todas las palabras de Jesús son
todavía incomprendidas. Esas palabras están
demasiado cargadas de pensamiento para que
nosotros pobres hombres, las podamos gustar.
Ellas nos deslumbran como cuando se trata de
mirar el sol. Los intérpretes tendrían el oficio de descomponer la luz
en un arco iris; pero son, al fin
y al cabo, pobres hombres también ellos.
Ciertamente, entre las proposiciones del Evangelio, una
de las más paradójicas es el nolite iudicare.
Todo el ordenamiento del derecho, cuya esencia es el
juicio, y del proceso en particular, parece que
contradiga a esa proposición. Es natural que
aquellos pensadores que se niegan a reconocer
valor jurídico alguno al Evangelio, encuentren en
la desvalorización del juicio su más firme punto
de apoyo. Pero bastaría un poco de experiencia
penal para corregir sus ideas. Se ha dicho que el
proceso es aquel instituto en el cual se
manifiestan todas las deficiencias y las impotencias del derecho; se
puede agregar que el penal es
la especie que pone mejor de manifiesto las
deficiencias y las impotencias del proceso. A medida
que la experiencia del proceso penal se
profundiza y se afina, se comienzan a apreciar, en el
esplendor alucinante de la admonición divina, las
líneas de la verdad. Por lo que a mí respecta
debo a esa admonición el milagro de haber renacido.
¿Cómo se hace, pues, para distinguir los
inciviles de los civiles por medio del frágil juicio
humano? La primera cosa que enseña la experiencia
penal es que la penitenciaría no es diversa
en absoluto del resto del mundo, tanto en el sentido de que la
penitenciaría es un mundo como en
el sentido de que también el resto del mundo es
una gran casa de pena. Eso de que dentro de la
penitenciaría haya solamente canallas y fuera de
ellas solamente hombres honrados, no es más
que una ilusión; como también es una ilusión el
que un hombre pueda ser todo canalla o todo
persona decente. Oralmente, el proceso penal,
entendido en su más amplio sentido, comprensivo
del tribunal y del reclusorio, es la más eficaz
entre las escuelas de psicología; y, ¿por qué no,
también de filosofía? Es esta también una
enseñanza de Jesús el cual no desdeñaba sentarse en
el mismo banco con los publicanos y con las
meretrices; ha sido una meretriz la que, en casa de
Simón el fariseo, le ha procurado la alegría de
su generosidad, de su devoción, de sus lágrimas; y
ha sido un ladrón el que, mientras uno y otro
sufrían sobre la cruz, ha esparcido el bálsamo de
una palabra de misericordia sobre su corazón traspasado.
Con esto no se niega la necesidad de separar, ya
en esta vida, para usar todavía términos evangélicos, las
ovejas de los cabritos, los buenos de los malos. Jesús mismo ha reconocido la necesidad de la ley y del Estado; pero toda necesidad
es una insuficiencia. En estos coloquios no se
ha querido desconocer que del derecho, del proceso, del tribunal, de la
penitenciaría, no podemos prescindir;
sin ellos, desgraciadamente, los hombres serían todavía peores de lo que son. El prejuicio, por no decir la superstición,
contra la que se ha combatido, no es que el derecho sea necesario, sino que el
derecho sea suficiente.
De
esta superstición, desgraciadamente, está
impregnado el pensamiento
moderno.
También este es uno de los aspectos de la crisis
de la civilidad. Todo se pide y todo se espera del
Estado; o sea del derecho, no porque Estado y
derecho sean la misma cosa sino porque el
derecho es el único instrumento del cual, en
último análisis, el Estado se puede servir. Si es
verdad que cada fase de la civilización tiene su ídolo, el ídolo de la que
estamos atravesando es el
derecho.
Nos hemos convertido,
en adoradores del
derecho. Ahora bien,
no existe una
experiencia tan idónea como la experiencia penal
para apartarse de esta idolatría. Las miserias
del proceso penal son un aspecto de la miseria
fundamental del derecho. Si he tratado de
descubrirlas, el sentimiento que me ha guiado no
ha sido el de desacreditar una institución, a la
cual he dedicado toda mi vida, sino el de poner
en guardia contra su apreciación exagerada. No
se
trata de desvalorizar
el derecho, sino
de evitar que
sea supervalorado. En
suma, de
desengañar al hombre de la calle respecto de
este punto: que baste tener buenas leyes y buenos
jueces para alcanzar la civilidad.
En fin de cuentas, lo que el derecho podría
obtener aun cuando fuese construido y
maniobrado del mejor modo posible, es que los hombres se respeten unos a
otros. Pero el respeto
no hace desaparecer la división; y es esta la que
hay que superar. Mientras los hombres se
juzgan, permanecen divididos. El respeto, en
último análisis, se resuelve en lo mío y en lo tuyo; y
también el juicio tiende a esta división. Juicio
y respeto, aun cuando no lo parezca, son términos
correlativos. Cuando el ex-ladrón se presenta a
mi puerta, no le falto al respeto si le respondo que
no hay trabajo para él. La ilusión, y hasta la
superstición que hay que desarraigar, es la de que, al
obrar así, yo sea un hombre civil. Es necesario
habituarse a establecer la diferencia entre el
hombre jurídico y el hombre civil.
"Más allá del derecho" es la expresión de la civilidad.
También en este camino, que se abre más allá del derecho, es Cristo quien nos
guía. Más allá del derecho o más allá del juicio, más allá del juicio o más allá del pensamiento, es la misma
cosa. Cristo no se ha limitado a decir: no juzguéis; el relato de San Juan a este respecto completa el relato de
San Mateo; "no juzguéis" es el
precepto negativo de su enseñanza, "amaos como yo os he amado" es su
aspecto positivo. Más allá de la justicia de los hombres está la
caridad; justicia y caridad son todo uno solamente en Dios. Más allá del
respeto está el amor; el amor, solamente, une.
Pero es necesario reconocer que a los hombres no
les resulta más fácil amar que juzgar: débil es en nosotros
el juicio, pero débil también el amor. Si no hubiese existido esta debilidad, Cristo no habría tenido razón para venir sobre la
tierra. En la mejor hipótesis, cada uno de nosotros
tiene en el corazón una dosis mínima de amor. Cada uno de nosotros es un pabilo
humeante; antes que en los otros es en nosotros donde la llama debe ser
reavivada. Cristo nos ha enseñado que los pobres han venido al mundo para esto.
Cuando en el discurso del juicio final, se ha
identificado con ellos, diciendo que el bien que se hace al hambriento, al
sediento, al desnudo, al peregrino,
al enfermo, al preso se hace a él, ha identificado en el pobre un delegado de
Dios. ¿Delegado a qué fin? Al fin, precisamente, de enseñarnos a amar.
El viandante por el camino de Jericó ha sido
agredido, depredado y golpeado por los
ladrones, en la divina economía de la historia,
para que el samaritano probase en él su
compasión, de igual manera Marla Bauly, estaba agonizando
ante la gruta de Massebille a fin de
que Alexis Carrel abriese su mente a la
omnipotencia de Dios. La compasión es el preludio del
amor.
También en la pobreza se manifiesta la
diversidad, sirena del mundo del discurso sobre el
juicio final la clasifica, precisamente, en seis
especies diversas. Entre estas la pobreza del preso
es sin duda la que menos parece reclamar la caridad. El preso hay que
admitirlo, repugna como el
leproso. La suya es una pobreza oculta, en
comparación con la del pobre y con la del enfermo;
según una observación superficial nadie llama
pobre a un malvado. La cosa cambia de aspecto
cuando la observación se hace más profunda y
descubre en el malvado un necesitado de amor.
Tal es el descubrimiento que permite hacer la experiencia
penal. Y es un descubrimiento
fundamental para nuestra salvación. Vienen a la luz así las raíces de la
pobreza y de la caridad.
Cuando, a través de la compasión, he llegado a
reconocer en el peor de los presos un
hombre, como yo, cuando se ha disipado aquel humo
que me permitía creer ser mejor que él;
cuando he sentido posarse también sobre mis
hombros la responsabilidad de su delito; cuando
hace años, en una meditación del Viernes Santo, ante
la Cruz, he sentido gritar dentro de mí:
"Judas es tu hermano", entonces he
comprendido no solo que los hombres no se pueden dividir
en buenos y malos, sino que tampoco se pueden
dividir en libres y presos, porque hay fuera de la
cárcel prisioneros más prisioneros de los que
están dentro de ella, y los hay, dentro de la cárcel,
más libres cuando están en la prisión que los que
están fuera. Presos lo estamos todos, más o
menos, entre los muros de nuestro egoísmo;
quizás, para evadirse, no hay ayuda más eficaz que
la que nos pueden ofrecer aquellos pobres que
están materialmente encerrados dentro de los
muros de la penitenciaría. Una vez más tiene
razón el padre Charles: "¿Quién piensa en decir
gracias, en vez de al rico, cuando hace la
limosna, al pobre cuando la pide?". No habría creído
nunca cuando, todavía casi una criatura comencé a
frecuentar el proceso penal, que habría de
recibir de él tanto bien.
Después de todo, no es más que un acto de gratitud
de todo, no es más que un acto de
gratitud el que he realizado con estas
conversaciones. No se puede recibir tanto bien sin tratar de
dar parte también a los otros. Cada vez me persuado más de aquello que
me ha llevado a conocer
las cosas, que he tratado de explicaros, ha sido
un privilegio. Se trata, para mí, de pagar la deuda
contraída al recibir este privilegio. Dice un
singular poeta español que "solo la monedita del alma
se pierde si no se da". Los tesoros de la
materia se custodian, pero los del espíritu se consumen
encerrándolos en un cofre. Ahora, al despedirme de vosotros, me siento
más ligero.
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