IV
EL JUEZ Y LAS PARTES
En lo más alto de la escala está el juez. No
existe un oficio más alto que el suyo ni una dignidad más imponente. Está colocado, en el aula, sobre la cátedra; y
merece esta superioridad.
El lenguaje de los juristas celebra al juez con
una palabra, acerca de cuyo profundo significado los juristas mismos, y tanto más los
filósofos, deberían detener, más de lo que la detienen, la atención. Nosotros decimos que ante
el juez están las partes. Se denomina partes a los
sujetos de un
contrato: por ejemplo,
al vendedor y
al comprador, al
arrendador y al arrendatario, al socio y al otro socio; e igualmente a los sujetos de
una litis: el acreedor, que quiere hacerse pagar, y el deudor que no quiere pagar;
el propietario que quiere la entrega de su casa, y el inquilino que quiere continuar habitándola;
y, finalmente, se denomina también así a los sujetos del contradictorio, o sea de aquella disputa que
se desarrolla entre los dos defensores en los procesos civiles o entre el ministerio público y
el defensor en los procesos penales. Estos, todos ellos, se denominan así porque están divididos,
y la parte procede, precisamente, de la división: cada uno tiene un interés opuesto al del otro; el
vendedor querría entregar poca mercadería e ingresar en caja mucho dinero, mientras el
comprador quiere exactamente lo contrario; cada uno de los socios querría tomar la parte del león; de
los dos defensores, si uno de ellos vence, el otro pierde; y cada uno de ellos echa el agua hacia su molino.
Los juristas utilizan por esto el nombre de parte, pero el significado
de parte es mucho más profundo; en la parte
convergen el ser y el no ser; cada parte es ella misma y no es la otra parte. Pero, si es así, todas las cosas y todos los
hombres son partes; una rosa es una rosa y no es una violeta; un caballo es un
caballo y no es un buey; yo soy yo y no soy tú. Y este descubrimiento de ser el hombre no otra cosa que una parte tiene
inestimable valor; por eso, los filósofos deberían conceder mayor
crédito al lenguaje de los juristas y prestarle mayor atención.
Así, pues, si aquellos que están ante el juez para ser juzgados son
partes, quiere decir que el juez no es parte. En efecto, los juristas dicen que el juez está súper
partes; por eso, el juez está en alto y el imputado en bajo, por bajo de él; el
uno en la jaula, el otro sobre la cátedra. Igualmente, el defensor está abajo, respecto del
juez; por el contrario, si el ministerio público está a su lado, esto constituye un error, que mediante una mayor conciencia
en torno a la mecánica del proceso se terminará por rectificar. El juez, sin
embargo, es un hombre también él; si es un hombre es también él una parte. Esto de ser al
mismo tiempo parte y no parte, constituye la contradicción en la cual se debate el concepto de
juez. Esto de ser el juez un hombre y de deber ser más que un hombre, constituye su drama.
Un drama representado con insuperable maestría en
el Evangelio de San Juan; y todavía estoy asombrado cuando me vuelve a la memoria
aquella sublime representación de que Benedetto Croce, aunque sea desde el punto de
vista puramente estético, haya comprendido tan poco su grandeza hasta el punto de haberlo
denominado un "cuadrito delicioso". “Jesús fue después al Monte de los Olivos, pero al alba estaba en el templo, y todo
el pueblo acudía a Él; y Él se
sentó y le
enseñaba. Entonces los
Escribas y los
Fariseos le presentaron
una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio,
le dicen a Él: esta mujer ha sido sorprendida en el momento de cometer adulterio. Ahora bien,
Moisés, en la ley, nos ha ordenado que tales mujeres sean lapidadas. ¿Qué dices Tú de ello? Y
le preguntaban esto para ponerlo a prueba y tener el modo de acusarlo. Pero Jesús se inclinó
y con el dedo se puso a escribir sobre la tierra. Insistiendo aquellos en interrogarlo, se alzó, respondiendo: quien de
vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra" (San Juan, VIII, l).
Es lo suficiente para quedar sin aliento. ¡"Quien de vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra"! Es necesario, para sentirse dignos de castigar, estar libres de pecado; solamente entonces el juez está sobre aquel que es juzgado. Y puesto que el pecado no es otra cosa que nuestro no ser aquellos que deberíamos ser, es necesario ser plenamente, sin deficiencias, sin sombras, sin lagunas; en suma, es necesario no ser partes para ser jueces. ¡Nada de cuadrito delicioso! El problema del juez, el más arduo problema del derecho y del Estado, está planteado aquí con una claridad espantosa.
Ciertamente, así lo entendieron los Escribas y los
Fariseos, que habían intentado confundir al Maestro,
ya que el Evangelio continúa narrando que Jesús "de nuevo se inclinó y escribía en la tierra".
Esperaba Él, absorto, el efecto
de sus palabras. Entonces, Escribas y Fariseos, "se fueron marchando uno tras otro comenzando por los más viejos,
hasta los últimos, y quedó solo Jesús y la mujer, que estaba en el medio"
(San Juan, VIII, 8).
Ningún hombre, si pensase en lo que es necesario
para juzgar a otro hombre, aceptaría ser juez. Y, sin embargo, es necesario encontrar
jueces. El drama del derecho es este. Un drama que debería estar presente a todos, de los jueces a los justiciables, en
el acto en que se celebra el proceso. El Crucifijo que, gracias a Dios, en las aulas judiciales,
pende todavía sobre la cabeza de los jueces y que todavía sería mejor que se
hubiese puesto frente a ellos, a fin de que puedan posar con frecuencia su mirada en él, está para
significar su indignidad; es, no otra cosa, la imagen de la víctima más insigne de la justicia humana. Solo la
conciencia de su indignidad puede ayudar al juez a ser menos indignos.
La ley ha intentado todos los expedientes
posibles para garantizar la dignidad del juez. El más obvio entre estos consiste en el juicio
colegiado: puesto que el juzgar a otro hombre exige que quien juzga sea más que quien es juzgado, lo
hace juzgar por varios hombres reunidos. A primera vista, el expediente parece ilusorio; una
dignidad no se obtiene con la suma de varias indignidades. Pero lo cierto es que una cosa ha
de considerarse la suma de varios jueces, y otra su unidad; no se trata, en el colegio, de añadir
un juez a otro como los sumandos de una adición; sino de vertere
plures in unum, diríamos en latín,
esto es, de hacerlos convertirse en uno solo. Está de por medio el misterioso concepto del
acuerdo o del acorde, clave en la música y clave del derecho: misterioso porque todavía no sabemos, y
quizá no lo sepamos nunca, cómo puede ocurrir que cuando entre dos hombre se produce verdaderamente la unión
y, por tanto, se forma la unidad, se comunica a cada uno el ser del otro,
pero no el no ser, el bien pero no el mal. Puede parecer que la asociación para delinquir
desmienta esta afirmación; pero reflexionando uno se da cuenta de que si los delincuentes son mantenidos
juntos por el miedo, se trata de una falsa unión, como sería la de un haz de varas atadas
juntamente, que no forman en absoluto una vara sola; o hay entre ellos afecto, y este es en todo caso un
germen del bien, el cual puede siempre encontrarse envuelto y oculto bajo la corteza del mal.
El principio del colegio judicial es
verdaderamente un remedio contra la insuficiencia del juez,
en el sentido de que, si no la elimina, al menos la reduce en otras palabras,
el juez colegiado está menos lejos que el juez singular de lo que el juez
debería ser; pero a condición de que el juez alcance
su unidad o sea de que entre los jueces singulares se establezca el acuerdo,
que no significa tanto identidad de opiniones cuanto paridad de tensión
hacia la verdad.
Se ha tocado así la raíz del problema. La justicia
humana no puede ser más que una justicia parcial; su
humanidad no puede dejar de resolverse en su parcialidad. Todo lo que se puede hacer es tratar de disminuir esta parcialidad.
El problema del derecho y el problema del juez son una misma
cosa. ¿Cómo puede hacer el juez para ser mejor de lo que es? La única vía que le está abierta a tal fin es la de sentir su
miseria: es necesario sentirse pequeños para ser grandes.
Es necesario formarse un alma de niño para poder entrar en el reino de los
cielos. Es necesario, cada día más,
recuperar el don del asombro. Es necesario asistir, cada mañana, con más profunda emoción a la salida del sol, y cada tarde
a su ocaso. Es necesario sentirse, cada noche, aniquilados por la infinita
belleza del cielo estrellado. Es necesario permanecer atónitos ante el perfume
de un jazmín o ante el canto de un ruiseñor. Es necesario caer de rodillas ante
cada manifestación de este indecible prodigio que es la vida.
Otros dirán que el juez, para ser juez, debe realizar ciertos estudios, superar ciertos exámenes, someterse a ciertos controles. Sobre todo, hoy se enseña que, para ser juez penal, es necesario estudiar, además del derecho, la sociología, la antropología, la psicología. Ciertamente, son estudios útiles e incluso necesarios; pero no suficientes. Ante todo no se debe creer que se pueda poner sobre la mesa anatómica, como se pone el cuerpo, también el alma humana. No se debe confundir el espíritu con el cerebro. Ciertamente, el espíritu está condicionado por el cuerpo y viceversa; en particular, la psicología es la ciencia que estudia estas relaciones, pero más allá de estas, se encuentra el campo que el juez debe, sobre todo, conocer; y mucho me temo que a su conocimiento no ayuden ni las universidades, ni los institutos complementarios. Narra una fábula, que he aprendido en una revista argentina, que a las protestas de los ángeles por la creación de este ser absurdo, medio ángel y medio bestia, que es el hombre, el Creador ha contestado: el hombre no es cuestión para congresos de filosofía; el hombre no es cuestión que se pueda discutir en estos congresos; y habría agregado: el hombre es cuestión de fe en el hombre. Desde que tuve ocasión de leerlas, hace años, no se me han ido de la mente estas palabras.
Podría decirse también que es cuestión de fe en
el hombre la cuestión penal. Pero la fe en el hombre se adquiere solamente amando al
hombre. Más que leer muchos libros, yo querría que los jueces conocieran muchos hombres; si fuese
posible, sobre todo, santos y canallas; los que están en lo más alto o sobre el peldaño más bajo
de la escala. Parecen inmensamente distantes; pero en el terreno del espíritu suceden cosas
extrañas. Se necesita muy poco para convertirse de canalla en santo: ¡Cristo, con el ejemplo del
ladrón crucificado, nos lo ha enseñado! En cualquier caso, basta que el canalla se avergüence de ser
canalla; y puede también bastar que un santo se vanaglorie de ser santo para perder la santidad. Estas son,
verdaderamente, las cosas esenciales; pero no se encuentra en ningún manual de
psicología. Más bien se aprenden en la iglesia o en la penitenciaría. Es curiosa también esta
aproximación, ¿no es cierto? entre iglesia y penitenciaría; algo así como poner juntos el Infierno y el
Paraíso? Pero el error, el tremendo error, está en creer que aquellos que se encuentran encerrados en la penitenciaría estén
dañados.
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