martes, 4 de marzo de 2025

LAS MISERIAS DEL PROCESO PENAL. VII EL JUEZ Y EL IMPUTADO

 VII

EL JUEZ Y EL IMPUTADO

 

El juez —-hemos dicho— es también él un historiador, con la sola diferencia entre la grande y la pequeña historia. Y puesto que la historia que el juez hace o, mejor, reconstruye es la pequeña historia, puede aparecer que su cometido resulte más fácil que el de reconstruir la historia grande. Yo me pregunto, sin embargo, si verdaderamente es más fácil manejar el microscopio que el telescopio: la diferencia entre el pueblo y el individuo ¿no es la diferencia entre el macrocosmos y el microcosmos? es un aspecto de nuestra ceguera el de dar demasiada importancia  a  la  distinción  entre  las  cosas grandes  y  las  pequeñas;  después  de  todo,  la experiencia del valor del átomo debería habernos desengañado.

De todos modos, el cometido histórico del juez no está solamente en reconstruir un hecho: cuando en un proceso por homicidio se ha establecido la certeza de que el imputado, con un tiro de pistola ha matado a un hombre, no se sabe todavía de él todo lo que es necesario saber para deberlo condenar. El homicidio no es solamente haber matado, sino haber querido matar. Esto quiere decir que el juez no debe limitar su investigación a los aspectos externos o sea a las relaciones del cuerpo del hombre con el resto del mundo, sino que debe descender, mediante su investigación, al alma de aquel hombre. Y cuando se dice alma o espíritu o psiquis, como hoy prefiere la gente culta, se alude a una región misteriosa de la cual no conseguimos hablar sino mediante metáforas. Es necesario ir con cautela en la investigación en este terreno. El peligro más grave es el de atribuir a otro el alma nuestra, o sea el de juzgar lo que él ha sentido, comprendido, querido, según lo que nosotros sentimos, comprendemos, queremos.

Ciertamente, no se puede juzgar de la intención más que a través de la acción, o sea de lo que el hombre hace. Pero de todo lo que hace, no de una parte solamente. La acción del hombre no es el acto singular, sino todos sus actos en conjunto. Aquí el concepto que nos puede orientar es el del individuo, precisamente porque expresa la idea de la indivisibilidad; individuo no quiere decir otra cosa que indivisible. Un hombre se denomina individuo para significar, en una palabra, que no se puede hacer su historia a trozos. Lo que el hombre ha querido no se puede conocer sino a través de lo que el hombre es; y lo que el hombre es se conoce solamente de toda su historia. El yo de cada uno de nosotros es un centro al cual se refieren y en el cual se unifican todos nuestros actos. cada uno de nuestros actos se relaciona con este principio. Físicamente el acto puede ser considerado en sí; psicológicamente, no. La voluntad de un acto es el principio; y el principio no se encuentra sino al final de la historia de un hombre. Esto quiere decir, en una palabra, que cuando el juez ha reconstruido un hecho no ha recorrido más que la primera etapa del camino; más allá de esta etapa el camino prosigue, porque le queda por conocer la vida entera del imputado.

Esta verdad, que espero haber enunciado con bastante claridad, se encuentra actualmente reconocida por las leyes penales modernas. Hay un artículo de nuestro código en el que se impone la obligación al juez de tener en cuenta "la conducta y la vida del reo, anterior al delito; la conducta contemporánea o subsiguiente al delito; las condiciones de vida individual, familiar y social del reo". Esta es una norma que conocen solamente los juristas; pero también el hombre de la calle la debe conocer, porque el hombre de la calle debe saber que la ley penal declara solemnemente el deber de realizar en el proceso una cosa que, por el contrario, no se hace ni se puede hacer. De esto debería resultar para él un escándalo; pero a fin de que los escándalos puedan beneficiar, deben ser conocidos. Este es precisamente el fin que la Voz de San Jorge se propone.

Lo que la ley quiere es precisamente que el juez haga, toda entera, la historia del imputado. Lo que supone, ante todo, que el juez tenga el tiempo y la paciencia de hacérsela contar por él; después deberá verificar el relato, pero entretanto debe conseguir que le hagan este relato. Basta enunciar tal necesidad para poner en claro la paradoja, e incluso el absurdo, del proceso penal. En realidad, el juez no tiene la paciencia, y si la tuviese no dispondría del tiempo necesario, para escuchar la historia del imputado ni siquiera en sus aspectos más importantes; y si la escuchase en cuanto a esos aspectos, todavía no habría escuchado la historia verdadera, porque la historia verdadera está formada también por las cosas pequeñas, las cuales, para el conocimiento de un hombre, cuentan mucho más que las grandes; he advertido ya, por lo demás que la diferencia entre lo grande y lo pequeño no es más que un efecto de la limitación de los sentidos y de la inteligencia del hombre.

Y tanto más es imposible el oficio de historiador, que la ley asigna al juez, en cuento escuchar la historia del imputado exige, en primer lugar, que se supere su desconfianza, primera condición para un relato sincero; y la desconfianza no se vence más que con la amistad, la cual, entre el juez y el imputado, en la mayor parte de los casos, es un sueño. Si se agrega que el relato, naturalmente, debería ser objeto de comprobación, y que así la investigación asumiría en cada proceso dimensiones imponentes, es fácil concluir que el cometido histórico del juez penal, en cuanto se refiere al desenvolvimiento espiritual, que conduce al delito, es, en la mejor de las hipótesis, burdamente aproximativa.

No se ha de creer que el ambiente de los juristas haya permanecido insensible a este escándalo. Hace ya mucho tiempo que los juristas se han dado cuenta de que para el juicio penal es necesario, además de conocer el hecho, conocer al hombre; y conocer al hombre no es posible sin reconstruir su historia: la disposición que he recordado hace un momento ha sido introducida por mérito de la ciencia en el Código Penal italiano. Y se han dado cuenta además los juristas de que los medios de que dispone el juez para conocer al hombre son absolutamente inadecuados: por eso, últimamente se ha manifestado un movimiento dirigido a procurarle la ayuda de un experto en psicología. También este será, desde luego, un paso adelante, cuando se pueda dar; pero no se debe atribuir a la psicología capacidad y méritos mayores de los que ella posee. Los límites de la psicología son los límites de la ciencia, esto es, poco más o menos, los límites del análisis; aun cuando la materia haya sido removida hasta sus más íntimos rincones, no es de este modo como se puede captar el secreto de la vida; y el secreto del espíritu es el secreto de la vida. Todo lo que puede hacer el psicólogo es algo análogo a lo que hace el estudioso de anatomía sobre el cuerpo del hombre; pero el espíritu es, esencialmente, unidad. No el camino de la psicología, sino el de la amistad puede conducir al hombre al corazón del otro hombre: y ese camino, desgraciadamente, le está cerrado al juez.

Estas cosas os las digo no para excitaros a despreciar el proceso penal y los hombres que han construido y que maniobran su dispositivo. Estos hombres han tenido y tienen todavía sus culpas, que no deben ser ocultadas, pero que tampoco se deben exagerar; sobre todo debemos reconocer que son pobres también ellos, como nosotros, y que las cosas perfectas nadie las sabe hacer. En el fondo, el escándalo no está en los hombres sino en las cosas. Es el proceso penal, en sí, la pobre cosa a la cual está asignado un cometido demasiado alto para poder ser cumplido. Esto no quiere decir que se pueda prescindir de él; pero si hemos de reconocer su necesidad, debe reconocerse igualmente su insuficiencia. En esto está verdaderamente una condición de la civilidad, la cual exige que se trate con respeto no solo al juez sino también al que ha de ser juzgado e incluso al condenado. Nos debemos contentar, desgraciadamente, con la historia del imputado, como el juez la puede hacer; pero no debemos fundar sobre ella nuestro juicio y, sobre todo, nuestro desprecio.

Tanto más que la historia del individuo, como el juez la puede hacer, por la naturaleza misma del proceso penal, es una historia irremediablemente incompleta. Un hombre es, desde luego, su historia: pero su historia está compuesta no solo por su pasado sino también por su futuro. Yo soy no solo lo que he sido sino también lo que seré. El presente es síntesis del pasado y del futuro. Esto es tan cierto que el propio Código Penal quiere que el juez tenga en cuenta la conducta del reo tanto anterior como subsiguiente al delito. Pero el juez, forzosamente, debe detener la historia, si no en el momento del delito, en el momento del juicio: lo que viene después no lo puede tener en cuenta porque no lo puede adivinar; sin embargo, aun cuando ignorado, también el futuro es real. El juicio, para ser justo, debería tener en cuenta no solamente el mal, que uno ha hecho, sino también el bien que hará, no solamente su capacidad para delinquir, sino también su capacidad para redimirse. Pero a fin de que este juicio, que para ser justo debe ser entero, pueda realizarse, debería hacerse después que el hombre ha terminado su vida. No se pueden obtener las sumas de un balance, diría un hombre de negocios, más que al fin del ejercicio. Tal es la razón por la cual el proceso de beatificación se hace por la Iglesia sobre el muerto, no sobre el vivo. Hay siempre tiempo, mientras se alienta, para que un canalla se convierta en santo o un santo en canalla: valga el ejemplo evangélico del ladrón crucificado. En cambio, al contrario de lo que ocurre con el proceso de beatificación, el proceso penal debe hacerse durante la vida. En la mejor de las hipótesis, no se puede atribuir al juicio que en él se pronuncia más que un valor provisional: este, por ahora, es un canalla a menos que... no se convierta en un santo; también el ladrón crucificado, mientras no lo han clavado en la cruz, mientras no ha pronunciado, ya agonizante, la sublime palabra del arrepentimiento, era un canalla; pero con aquella palabra ha rescatado toda su iniquidad.

Nos hemos entendido, así lo espero, sobre el valor de estas reflexiones mías a los fines de la civilidad. Yo no tengo la menor intención de desacreditar el proceso penal más allá de los límites en que su imperfección podría ser eliminada con un poco más de atención y de buena voluntad. Sin embargo, la civilidad exige que no se le atribuya un valor del que no tanto carece cuanto no puede llegar a tener. El imputado debería ser considerado con el mismo respeto que se concede al enfermo en manos del médico o del cirujano. Una tal equiparación entre el enfermo y el preso ha sido hecha por Jesús: no debemos olvidarnos de ello.

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