martes, 4 de marzo de 2025

LAS MISERIAS DEL PROCESO PENAL. CAPITULO VIII. EL PASADO Y EL FUTURO EN EL PROCESO PENAL

 VIII

EL PASADO Y EL FUTURO EN EL PROCESO PENAL

 

Pero ¿por qué, pues, el juez hace historia? Aquello que ha sido, ha sido; factum, infectum fieri nequit, decían una vez; nadie puede hacer volver atrás el tiempo. Ninguno, ni siquiera Dios, ha dicho un día, en polémica conmigo, nada menos que un doctísimo religioso; y a mí me ha parecido una blasfemia, aun cuando inconsciente. Pero dejemos estar este tema porque, si volviéramos sobre él, se perdería el hilo del discurso. Agua pasada no mueve molino; una gran tentación emana de este proverbio: en absoluto la desesperación. ¿No hay, pues, remedio para el pasado? Si no fuese así ¿por qué se haría el proceso penal? Una oscura intuición ha llevado siempre a los hombres a creer que exista un remedio. El delito es un desorden y el proceso sirve para restaurar el orden; esta es la intuición. Pero ¿cómo se forma el orden en lugar del desorden?

La verdad intuida es que el remedio al pasado está en el futuro. No otra cosa que esta verdad intuida guía a los hombres a reconstruir la historia. En un tiempo esta intuición habla encontrado su fórmula, cuando se decía que la historia es maestra de la vida. Actualmente no se dice ya; y parece un paso adelante en el camino del saber. También el camino del saber, como todos los caminos que conducen hacia lo alto, tiene sus falsos planos y sus trayectos en descenso; es cierto que habiendo perdido, por decir así, el contacto entre el pasado y el futuro, nos hemos alejado, más que aproximado, de la cima. Quizá uno de los caracteres de la crisis es precisamente este, que denominaría el desinterés por el futuro. Incluso ha habido un filósofo, venerado por los italianos y no solamente por ellos, que ha negado al hombre la posibilidad de prever. Pocas responsabilidades de la filosofía son más graves que esta. La ceguera de estos pretendidos conductores de hombres, los cuales no saben que el único problema del hombre es el problema del futuro, hace venir a la mente las palabras del Evangelio: "¿cómo puede un ciego guiar a otro ciego, sin que uno y otro se precipiten en el foso?”. El hombre no tiene otro modo para resolver el problema del futuro más que el de mirar al pasado; solamente la contemplación del pasado puede permitirle captar, como en un espejo, el secreto del futuro. Si estos hubiesen sabido
desmontar, como hace un mecánico con una máquina, el prodigioso mecanismo del pensamiento, habrían comprendido, al menos, cuál es la virtud de la memoria, custodio del pasado, desde el cual la inteligencia inicia el vuelo hacia el futuro.

De cualquier manera que sea si hay un pasado que se reconstruye para hacer de él la base del futuro, en el proceso penal ese pasado es el del hombre en la jaula. No existe otra razón para establecer la certeza del delito, más que la de infligirle la pena. El delito está en el pasado, la pena está en el futuro. Dice el juez: debo saber lo que has sido para establecer lo que serás. Has sido un delincuente; serás un preso. Has hecho sufrir, sufrirás. No has sabido usar de tu libertad; serás encerrado. Yo tengo en las manos la balanza; la justicia quiere que tanto como pesa tu delito, pese tu pena.

Pero ocurre que, al llegar a este punto, sucede algo que complica el problema. Esto depende del hecho de que los delitos no es bastante con reprimirlos; es necesario prevenirlos. El ciudadano debe saber antes cuáles serán las consecuencias de sus actos, para poderse conducir.
Es necesario también para los hombres algo que los espante, para salvarlos de la tentación, como se espantan los gorriones con el espantapájaros a fin de que no se coman el grano. La balanza, así, pasa de las manos del juez a las del legislador. El peso se hace antes de que el ladrón robe, a fin de que se abstenga de robar. Pero si se hace antes se hace no sobre el hecho; sino sobre el tipo. El tipo es un concepto, no un hecho; una abstracción, no una realidad; algo previsto, no algo acaecido. Ahora bien, el prever es, al mismo tiempo, más o menos que el ver: más que el ver, porque se agrega al ver; menos porque no se ve todo aquello que, cuando haya acaecido, se verá. En suma, es un ver indistinto; se distinguen las grandes líneas; pero el acaecimiento reserva siempre, aun cuando sea conforme a la previsión, algo de nuevo. El derecho penal se debate, pues, en ese dilema: o se pone la balanza en manos del juez y entonces, si el juez es justo, el peso será justo pero el derecho no sirve, o sirve poco, para su función preventiva; o se reserva la balanza al legislador, y entonces opera la prevención en el sentido de que el ciudadano sabe antes a qué consecuencias se expone al desobedecer la ley, pero el peso corre el riesgo de no ser justo, porque lo que se pone en uno de los platillos es el tipo, no el hecho; y el tipo, decíamos, es una abstracción, no una realidad. Entre los dos extremos del dilema la solución no puede ser más que de compromiso: por salvar la cabra y las coles no se salvan ni la cabra ni las coles (no es posible nadar y guardar la ropa).

Por eso, en primer lugar, la técnica penal recurre a la multiplicación de los tipos. Hay una especie de muestrario cada vez más numeroso, que se pone a disposición del juez a fin de que él esté en situación de encontrar el tipo que se asemeja más al hecho en su concreción. Y puesto que la vida social, y con ella la delincuencia, se complica cada vez más, también el Código penal, incluso el conjunto de las leyes penales (las cuales, actualmente, no están ya todas ellas contenidas en el Código, y hasta puede decirse que la mayor parte de ellas están fuera), se convierte en una especie de laberinto. El juez, naturalmente, debe saberse mover en este laberinto; para eso debe ser un jurista. Lo que no deja de ser un peligro, y tanto es así que las Cortes de Assises (tal es el nombre que se da a los colegios juzgadores llamados a juzgar los grandes delitos) están compuestas en parte, incluso en la menor parte, por juristas; y, en cuanto al resto, por profanos en derecho. El peligro está precisamente en esto, en que, habituado al tipo, el juez jurista se olvida del hombre; que viva, en suma, en un mundo abstracto, en lugar de vivir en el mundo concreto; que confunda los fantoches con los hombres y los hombres con los fantoches.

El hombre de la calle, al asistir a un proceso, tiene la impresión fastidiosa, y alguna vez angustiosa, de esta separación de la vida; cuando oye disputar en torno a la interpretación de este o de aquel artículo del Código penal o del Código de procedimiento penal, es inevitable que se pregunte si este mecanismo tan implicado y complicado no es una cosa diabólica creada por gente que ha perdido el don de la simplicidad y del buen sentido; gran parte de la mala fama de los abogados y, en general, de los hombres de leyes, se debe a esta desazón y a este disgusto. Se  produce,  de  este  modo,  una  fractura  entre  el  pueblo  y  la  justicia,  o  mejor  dicho  la administración de la justicia, que es ciertamente nociva para la civilidad. No hay otra cosa que hacer para restablecer la confianza más que advertir que la justicia, tal como se puede obtener por la obra de los jueces en el proceso, es aquel poco de justicia que a nosotros pobres hombres, limitados y finitos como somos, nos está consentida. No hay nada más peligroso que cultivar las ilusiones en torno a este punto fundamental del problema de la civilidad.

El derecho no puede hacer milagros y el proceso todavía menos. Mientras las leyes son obedecidas, todo va bien, o, al menos, permanecen ocultos los defectos; es la desobediencia la que los hace salir fuera. El proceso, se ha dicho, y el proceso penal más que ningún otro, descubre las contradicciones del derecho, el cual se ingenia como puede para superarlas. Ahora ha salido a la luz el contraste, en materia de la determinación de la pena, entre el juez y el legislador; a los fines de la represión, esta determinación debería corresponder al juez; a los fines de la prevención, al legislador. Aparece un mecanismo empírico que ata las manos al juez, pero no excesivamente: la ley, en vez de una pena fija, establece por lo general un mínimo y un máximo, que marcan los límites de la libertad del juez: una especie de libertad vigilada; en todo
caso una medida, que no consigue, no ya resolver, ni siquiera ocultar la contradicción. Pero no hay nada que hacer: es la eterna antinomia entre  lo uno y lo múltiple, dentro de la cual se debate la vida del hombre.

Por esta antinomia, que el hombre no es capaz de resolver, esta viciado también el derecho y, sobre todo, el proceso. En el momento en que el juez ha logrado dar cumplimiento a su cometido de historiador (y hemos visto las dificultades que se oponen a su cumplimiento), cuando
ha reconstruido el pasado y debe adecuar a este el porvenir, cuando pesa sobre él con mayor gravedad la exigencia de la justicia, que consiste precisamente en esta adecuación, en el momento en que tendría necesidad a tal fin de toda su libertad, he aquí que la ley le ata las manos constriñéndolo a juzgar, en lugar de un hombre, un fantoche. Esta sustitución, en el momento álgido del drama, denuncia una vez más la pobreza de la justicia humana. Hay, entre otros, casos en los que es claro que ha bastado el proceso, o mejor aquella fracción del proceso que se ha desarrollado para reconstruir la historia, con todos sus sufrimientos, con todas sus angustias, con todas sus vergüenzas, para asegurar el porvenir del culpable en el sentido de que ha comprendido su error y no solo lo ha comprendido sino que, con aquel peso de sufrimiento, de angustia, de vergüenza, lo ha expiado, y el resto del proceso, su prolongación por la condena y con la ejecución de ella no es otra cosa que una pérdida total para el individuo y para la sociedad; si el juez fuese libre, estos son los casos en que diría como Jesús a la adúltera: "Ve y no peques más"; pero tiene desgraciadamente, atadas las manos.

No se debe protestar contra la ley. De acuerdo, en cuanto a esto: no se puede protestar contra la necesidad; pero no se puede ocultar que derecho y proceso son una pobre cosa y es esto verdaderamente, lo que se necesita para hacer avanzar la civilidad.

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