VIII
EL PASADO Y EL FUTURO EN EL PROCESO PENAL
Pero ¿por qué, pues, el juez hace historia? Aquello que ha sido, ha sido;
factum,
infectum fieri
nequit, decían una vez; nadie puede hacer volver atrás el
tiempo. Ninguno, ni siquiera Dios, ha
dicho un día, en polémica conmigo, nada menos que un doctísimo
religioso; y a mí me ha parecido
una blasfemia, aun cuando inconsciente. Pero dejemos estar este tema porque, si volviéramos
sobre él, se perdería el hilo del discurso. Agua pasada no mueve molino; una
gran tentación emana de
este proverbio: en absoluto la desesperación. ¿No hay, pues, remedio para el pasado?
Si no fuese así ¿por qué se haría el proceso penal? Una oscura intuición ha
llevado siempre
a los hombres a creer que exista un remedio. El delito es un desorden y el
proceso sirve para restaurar el
orden; esta es la intuición. Pero ¿cómo se forma el orden en lugar del
desorden?
La verdad intuida es que el remedio al pasado está en el futuro. No otra
cosa que esta verdad
intuida guía a los hombres a reconstruir la historia. En un tiempo esta
intuición habla encontrado
su fórmula, cuando se decía que la historia es maestra de la vida. Actualmente
no se dice
ya; y parece un paso adelante en el camino del saber. También el camino del
saber, como todos
los caminos que conducen hacia lo alto, tiene sus falsos planos y sus trayectos
en descenso;
es cierto que habiendo perdido, por decir así, el contacto entre el pasado y el
futuro, nos
hemos alejado, más que aproximado, de la cima. Quizá uno de los caracteres de
la crisis es precisamente
este, que denominaría el desinterés por el futuro. Incluso ha habido un
filósofo, venerado
por los italianos y no solamente por ellos, que ha negado al hombre la
posibilidad de prever.
Pocas responsabilidades de la filosofía son más graves que esta. La ceguera de
estos pretendidos
conductores de hombres, los cuales no saben que el único problema del hombre es
el problema
del futuro, hace venir a la mente las palabras del Evangelio: "¿cómo puede
un ciego guiar a otro ciego,
sin que uno y otro se precipiten en el foso?”. El hombre no tiene otro modo
para resolver
el problema del futuro más que el de mirar al pasado; solamente la
contemplación del pasado puede
permitirle captar, como en un espejo, el secreto del futuro. Si estos hubiesen
sabido
desmontar, como hace
un mecánico con una máquina, el prodigioso mecanismo del pensamiento, habrían
comprendido, al menos, cuál es la virtud de la memoria, custodio del pasado,
desde el cual la inteligencia
inicia el vuelo hacia el futuro.
De cualquier manera que sea si hay un pasado que se reconstruye para
hacer de él la base
del futuro, en el proceso penal ese pasado es el del hombre en la jaula. No
existe otra razón para establecer la
certeza del delito, más que la de infligirle la pena. El delito está en el
pasado, la pena
está en el futuro. Dice el juez: debo saber lo que has sido para establecer lo
que serás. Has sido
un delincuente; serás un preso. Has hecho sufrir, sufrirás. No has sabido usar
de tu libertad; serás
encerrado. Yo tengo en las manos la balanza; la justicia quiere que tanto como
pesa tu delito, pese tu
pena.
Pero ocurre que, al llegar a este punto, sucede algo que complica el
problema. Esto depende
del hecho de que los delitos no es bastante con reprimirlos; es necesario
prevenirlos. El ciudadano debe saber
antes cuáles serán las consecuencias de sus actos, para poderse conducir.
Es necesario también
para los hombres algo que los espante, para salvarlos de la tentación, como se
espantan los gorriones con el espantapájaros a fin de que no se coman el grano.
La balanza, así, pasa de las
manos del juez a las del legislador. El peso se hace antes de que el ladrón
robe, a fin
de que se abstenga de robar. Pero si se hace antes se hace no sobre el hecho;
sino sobre el tipo.
El tipo es un concepto, no un hecho; una abstracción, no una realidad; algo
previsto, no algo acaecido.
Ahora bien, el prever es, al mismo tiempo, más o menos que el ver: más que el
ver, porque
se agrega al ver; menos porque no se ve todo aquello que, cuando haya acaecido,
se verá. En suma, es un
ver indistinto; se distinguen las grandes líneas; pero el acaecimiento reserva siempre,
aun cuando sea conforme a la previsión, algo de nuevo. El derecho penal se
debate, pues,
en ese dilema: o se pone la balanza en manos del juez y entonces, si el juez es
justo, el peso
será justo pero el derecho no sirve, o sirve poco, para su función preventiva;
o se reserva la balanza
al legislador, y entonces opera la prevención en el sentido de que el ciudadano
sabe antes
a qué consecuencias se expone al desobedecer la ley, pero el peso corre el
riesgo de no ser
justo, porque lo que se pone en uno de los platillos es el tipo, no el hecho; y
el tipo, decíamos, es
una abstracción, no una realidad. Entre los dos extremos del dilema la solución
no puede ser más
que de compromiso: por salvar la cabra y las coles no se salvan ni la cabra ni
las coles (no es posible nadar y guardar la ropa).
Por eso, en primer lugar, la técnica penal recurre a la multiplicación de
los tipos. Hay una especie
de muestrario cada vez más numeroso, que se pone a disposición del juez a fin
de que él esté
en situación de encontrar el tipo que se asemeja más al hecho en su concreción.
Y puesto que
la vida social, y con ella la delincuencia, se complica cada vez más, también
el Código penal, incluso
el conjunto de las leyes penales (las cuales, actualmente, no están ya todas
ellas contenidas
en el Código, y hasta puede decirse que la mayor parte de ellas están fuera),
se convierte
en una especie de laberinto. El juez, naturalmente, debe saberse mover en este laberinto;
para eso debe ser un jurista. Lo que no deja de ser un peligro, y tanto es así
que las Cortes
de Assises (tal es el nombre que se da a los colegios juzgadores llamados a
juzgar los grandes delitos)
están compuestas en parte, incluso en la menor parte, por juristas; y, en
cuanto al resto,
por profanos en derecho. El peligro está precisamente en esto, en que,
habituado al tipo, el juez jurista se
olvida del hombre; que viva, en suma, en un mundo abstracto, en lugar de vivir
en el mundo concreto; que
confunda los fantoches con los hombres y los hombres con los fantoches.
El hombre de la calle, al asistir a un proceso, tiene la impresión
fastidiosa, y alguna vez angustiosa, de esta
separación de la vida; cuando oye disputar en torno a la interpretación de este o
de aquel artículo del Código penal o del Código de procedimiento penal, es
inevitable que se pregunte
si este mecanismo tan implicado y complicado no es una cosa diabólica creada
por gente
que ha perdido el don de la simplicidad y del buen sentido; gran parte de la
mala fama de los
abogados y, en general, de los hombres de leyes, se debe a esta desazón y a
este disgusto. Se produce,
de este modo,
una fractura entre el pueblo
y la justicia,
o mejor dicho
la administración
de la justicia, que es ciertamente nociva para la civilidad. No hay otra cosa
que hacer para
restablecer la confianza más que advertir que la justicia, tal como se puede
obtener por la
obra de los jueces en el proceso, es aquel poco de justicia que a nosotros
pobres hombres, limitados
y finitos como somos, nos está consentida. No hay nada más peligroso que
cultivar las ilusiones en torno a
este punto fundamental del problema de la civilidad.
El derecho no puede hacer milagros y el proceso todavía menos. Mientras
las leyes son obedecidas,
todo va bien, o, al menos, permanecen ocultos los defectos; es la desobediencia
la que
los hace salir fuera. El proceso, se ha dicho, y el proceso penal más que
ningún otro, descubre
las contradicciones del derecho, el cual se ingenia como puede para superarlas.
Ahora ha
salido a la luz el contraste, en materia de la determinación de la pena, entre
el juez y el legislador;
a los fines de la represión, esta determinación debería corresponder al juez; a
los fines de
la prevención, al legislador. Aparece un mecanismo empírico que ata las manos
al juez, pero no
excesivamente: la ley, en vez de una pena fija, establece por lo general un
mínimo y un máximo,
que marcan los límites de la libertad del juez: una especie de libertad
vigilada; en todo
caso
una medida, que no consigue, no ya resolver, ni siquiera ocultar la contradicción. Pero no hay
nada que hacer: es la eterna antinomia entre lo uno y lo múltiple, dentro de la
cual se debate la vida del hombre.
Por esta antinomia, que el hombre no es capaz de resolver, esta viciado
también el derecho y, sobre
todo, el proceso. En el momento en que el juez ha logrado dar cumplimiento a su cometido
de historiador (y hemos visto las dificultades que se oponen a su
cumplimiento), cuando
ha
reconstruido el pasado y debe adecuar a este el porvenir, cuando pesa sobre él
con mayor gravedad
la exigencia de la justicia, que consiste precisamente en esta adecuación, en
el momento en que
tendría necesidad a tal fin de toda su libertad, he aquí que la ley le ata las
manos constriñéndolo
a juzgar, en lugar de un hombre, un fantoche. Esta sustitución, en el momento álgido
del drama, denuncia una vez más la pobreza de la justicia humana. Hay, entre
otros, casos en
los que es claro que ha bastado el proceso, o mejor aquella fracción del
proceso que se ha desarrollado
para reconstruir la historia, con todos sus sufrimientos, con todas sus
angustias, con todas sus
vergüenzas, para asegurar el porvenir del culpable en el sentido de que ha
comprendido su
error y no solo lo ha comprendido sino que, con aquel peso de sufrimiento, de
angustia, de vergüenza,
lo ha expiado, y el resto del proceso, su prolongación por la condena y con la ejecución
de ella no es otra cosa que una pérdida total para el individuo y para la
sociedad; si el juez fuese libre, estos
son los casos en que diría como Jesús a la adúltera: "Ve y no peques
más"; pero tiene desgraciadamente, atadas las manos.
No se debe protestar contra la ley. De acuerdo, en cuanto a esto: no se
puede protestar contra la necesidad; pero no se puede ocultar
que derecho y proceso son una pobre cosa y es esto verdaderamente, lo que se necesita para
hacer avanzar la civilidad.
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