XII
FIN:
MÁS ALLÁ DEL DERECHO
Quizá ahora, al final de estos coloquios, se haya comprendido más
claramente de lo que podía comprenderse
al principio de ellos, el valor que tiene el problema penal para la civilidad.
Civilidad, humanidad, unidad son una sola cosa: se trata de la
posibilidad alcanzada por los
hombres de vivir en paz. Todos nosotros tenemos un poco de ilusión de que los
delincuentes son los que
perturban la paz y de que la perturbación puede eliminarse separándolos de los
otros; así
el mundo se divide en dos sectores: el de los civiles, y el de los inciviles;
una especie de solución
quirúrgica del problema de la civilidad. Aquí la idea se expone, como ocurre
siempre cuando se trata de
simplificar la expresión, en términos paradójicos, pero no sería difícil
demostrar que
la idea corresponde exactamente al modo de pensar común, empírico, científico y
hasta filosófico.
Está bien: ¿cómo se hace para distinguir a los inciviles de los civiles?
El único medio para distinguir es el
juicio; y es necesario hacer la experiencia amarga del juicio penal para
comenzar a comprender
la admonición de Jesús. Desgraciadamente, casi todas las palabras de Jesús son todavía
incomprendidas. Esas palabras están demasiado cargadas de pensamiento para que nosotros
pobres hombres, las podamos gustar. Ellas nos deslumbran como cuando se trata
de mirar el sol. Los
intérpretes tendrían el oficio de descomponer la luz en un arco iris; pero son,
al fin y
al cabo, pobres hombres también ellos. Ciertamente, entre las proposiciones del
Evangelio, una de las más
paradójicas es el nolite iudicare. Todo el ordenamiento del derecho, cuya esencia es el juicio,
y del proceso en particular, parece que contradiga a esa proposición. Es
natural que aquellos
pensadores que se niegan a reconocer valor jurídico alguno al Evangelio,
encuentren en la
desvalorización del juicio su más firme punto de apoyo. Pero bastaría un poco
de experiencia penal
para corregir sus ideas. Se ha dicho que el proceso es aquel instituto en el
cual se manifiestan todas
las deficiencias y las impotencias del derecho; se puede agregar que el penal
es la
especie que pone mejor de manifiesto las deficiencias y las impotencias del
proceso. A medida que
la experiencia del proceso penal se profundiza y se afina, se comienzan a
apreciar, en el esplendor
alucinante de la admonición divina, las líneas de la verdad. Por lo que a mí
respecta debo a esa
admonición el milagro de haber renacido.
¿Cómo se hace, pues, para distinguir los inciviles de los civiles por medio
del frágil juicio humano?
La primera cosa que enseña la experiencia penal es que la penitenciaría no es
diversa en absoluto del
resto del mundo, tanto en el sentido de que la penitenciaría es un mundo como
en el
sentido de que también el resto del mundo es una gran casa de pena. Eso de que
dentro de la penitenciaría
haya solamente canallas y fuera de ellas solamente hombres honrados, no es más que
una ilusión; como también es una ilusión el que un hombre pueda ser todo
canalla o todo persona
decente. Oralmente, el proceso penal, entendido en su más amplio sentido,
comprensivo del
tribunal y del reclusorio, es la más eficaz entre las escuelas de psicología;
y, ¿por qué no, también
de filosofía? Es esta también una enseñanza de Jesús el cual no desdeñaba
sentarse en el
mismo banco con los publicanos y con las meretrices; ha sido una meretriz la
que, en casa de Simón
el fariseo, le ha procurado la alegría de su generosidad, de su devoción, de
sus lágrimas; y ha
sido un ladrón el que, mientras uno y otro sufrían sobre la cruz, ha esparcido
el bálsamo de una palabra de
misericordia sobre su corazón traspasado.
Con esto no se niega la necesidad de separar, ya en esta vida, para usar todavía términos evangélicos, las ovejas de los cabritos, los buenos de los malos. Jesús mismo ha reconocido la necesidad de la ley y del Estado; pero toda necesidad es una insuficiencia. En estos coloquios no se ha querido desconocer que del derecho, del proceso, del tribunal, de la penitenciaría, no podemos prescindir; sin ellos, desgraciadamente, los hombres serían todavía peores de lo que son. El prejuicio, por no decir la superstición, contra la que se ha combatido, no es que el derecho sea necesario, sino que el derecho sea suficiente.
De esta superstición,
desgraciadamente, está impregnado
el pensamiento moderno. También
este es uno de los aspectos de la crisis de la civilidad. Todo se pide y todo
se espera del Estado;
o sea del derecho, no porque Estado y derecho sean la misma cosa sino porque el derecho
es el único instrumento del cual, en último análisis, el Estado se puede
servir. Si es verdad que cada fase
de la civilización tiene su ídolo, el ídolo de la que estamos atravesando es el derecho. Nos
hemos convertido, en
adoradores del derecho.
Ahora bien, no
existe una experiencia
tan idónea como la experiencia penal para apartarse de esta idolatría. Las
miserias del
proceso penal son un aspecto de la miseria fundamental del derecho. Si he
tratado de descubrirlas,
el sentimiento que me ha guiado no ha sido el de desacreditar una institución,
a la cual
he dedicado toda mi vida, sino el de poner en guardia contra su apreciación
exagerada. No se trata
de desvalorizar el
derecho, sino de
evitar que sea
supervalorado. En suma,
de desengañar
al hombre de la calle respecto de este punto: que baste tener buenas leyes y
buenos jueces para alcanzar
la civilidad.
En fin de cuentas, lo que el derecho podría obtener aun cuando fuese
construido y maniobrado del mejor
modo posible, es que los hombres se respeten unos a otros. Pero el respeto no
hace desaparecer la división; y es esta la que hay que superar. Mientras los
hombres se juzgan,
permanecen divididos. El respeto, en último análisis, se resuelve en lo mío y
en lo tuyo; y también
el juicio tiende a esta división. Juicio y respeto, aun cuando no lo parezca,
son términos correlativos.
Cuando el ex-ladrón se presenta a mi puerta, no le falto al respeto si le
respondo que no
hay trabajo para él. La ilusión, y hasta la superstición que hay que
desarraigar, es la de que, al obrar
así, yo sea un hombre civil. Es necesario habituarse a establecer la diferencia
entre el hombre jurídico y el
hombre civil.
"Más
allá del derecho" es la expresión de la civilidad. También en este camino,
que se abre más allá del derecho, es Cristo quien nos guía. Más allá del
derecho o más allá del juicio, más allá del
juicio o más allá del pensamiento, es la misma cosa. Cristo no se ha limitado a
decir: no juzguéis; el relato de San
Juan a este respecto completa el relato de San Mateo; "no juzguéis"
es el precepto negativo de su
enseñanza, "amaos como yo os he amado" es su aspecto positivo. Más
allá de la justicia de los hombres está la caridad; justicia y caridad son todo
uno solamente en Dios. Más allá del respeto está el amor; el amor, solamente,
une.
Pero es necesario reconocer que a los hombres no les resulta más fácil
amar que juzgar: débil es en nosotros el juicio, pero débil
también el amor. Si no hubiese existido esta debilidad, Cristo
no habría tenido razón para venir sobre la tierra. En la mejor hipótesis, cada
uno de nosotros tiene en el corazón una dosis mínima de amor.
Cada uno de nosotros es un pabilo humeante; antes que en los otros es en nosotros donde la llama
debe ser reavivada. Cristo nos ha enseñado que los pobres han venido al mundo
para esto. Cuando en el discurso del juicio final, se ha identificado con ellos, diciendo que el bien que se hace al
hambriento, al sediento, al desnudo, al
peregrino, al enfermo, al preso se hace a él, ha identificado en el pobre un
delegado de Dios. ¿Delegado a qué fin? Al fin, precisamente, de
enseñarnos a amar.
El viandante por el camino de Jericó ha sido agredido, depredado y
golpeado por los ladrones,
en la divina economía de la historia, para que el samaritano probase en él su compasión,
de igual manera Marla Bauly, estaba agonizando ante la gruta de Massebille a
fin de que
Alexis Carrel abriese su mente a la omnipotencia de Dios. La compasión es el
preludio del amor.
También en la pobreza se manifiesta la diversidad, sirena del mundo del
discurso sobre el juicio
final la clasifica, precisamente, en seis especies diversas. Entre estas la
pobreza del preso es sin duda la que
menos parece reclamar la caridad. El preso hay que admitirlo, repugna como el leproso.
La suya es una pobreza oculta, en comparación con la del pobre y con la del
enfermo; según
una observación superficial nadie llama pobre a un malvado. La cosa cambia de
aspecto cuando
la observación se hace más profunda y descubre en el malvado un necesitado de
amor. Tal
es el descubrimiento que permite hacer la experiencia penal. Y es un
descubrimiento fundamental para
nuestra salvación. Vienen a la luz así las raíces de la pobreza y de la
caridad.
Cuando, a través de la compasión, he llegado a reconocer en el peor de los presos un hombre, como yo, cuando se ha disipado aquel humo que me permitía creer ser mejor que él; cuando he sentido posarse también sobre mis hombros la responsabilidad de su delito; cuando hace años, en una meditación del Viernes Santo, ante la Cruz, he sentido gritar dentro de mí: "Judas es tu hermano", entonces he comprendido no solo que los hombres no se pueden dividir en buenos y malos, sino que tampoco se pueden dividir en libres y presos, porque hay fuera de la cárcel prisioneros más prisioneros de los que están dentro de ella, y los hay, dentro de la cárcel, más libres cuando están en la prisión que los que están fuera. Presos lo estamos todos, más o menos, entre los muros de nuestro egoísmo; quizás, para evadirse, no hay ayuda más eficaz que
la
que nos pueden ofrecer aquellos pobres que están materialmente encerrados
dentro de los muros
de la penitenciaría. Una vez más tiene razón el padre Charles: "¿Quién
piensa en decir gracias,
en vez de al rico, cuando hace la limosna, al pobre cuando la pide?". No
habría creído nunca
cuando, todavía casi una criatura comencé a frecuentar el proceso penal, que
habría de recibir de él tanto
bien.
Después de todo, no es más que un acto de gratitud de todo, no es más que
un acto de gratitud
el que he realizado con estas conversaciones. No se puede recibir tanto bien
sin tratar de dar parte también a
los otros. Cada vez me persuado más de aquello que me ha llevado a conocer las
cosas, que he tratado de explicaros, ha sido un privilegio. Se trata, para mí,
de pagar la deuda contraída
al recibir este privilegio. Dice un singular poeta español que "solo la
monedita del alma
se
pierde si no se da". Los tesoros de la materia se custodian, pero los del
espíritu se consumen encerrándolos en un
cofre. Ahora, al despedirme de vosotros, me siento más ligero.