martes, 4 de marzo de 2025

LAS MISERIAS DEL PROCESO PENAL. XII FIN: MÁS ALLÁ DEL DERECHO

 XII

FIN:

MÁS ALLÁ DEL DERECHO

 

Quizá ahora, al final de estos coloquios, se haya comprendido más claramente de lo que podía comprenderse al principio de ellos, el valor que tiene el problema penal para la civilidad.

Civilidad, humanidad, unidad son una sola cosa: se trata de la posibilidad alcanzada por los hombres de vivir en paz. Todos nosotros tenemos un poco de ilusión de que los delincuentes son los que perturban la paz y de que la perturbación puede eliminarse separándolos de los otros; así el mundo se divide en dos sectores: el de los civiles, y el de los inciviles; una especie de solución quirúrgica del problema de la civilidad. Aquí la idea se expone, como ocurre siempre cuando se trata de simplificar la expresión, en términos paradójicos, pero no sería difícil demostrar que la idea corresponde exactamente al modo de pensar común, empírico, científico y hasta filosófico.

Está bien: ¿cómo se hace para distinguir a los inciviles de los civiles? El único medio para distinguir es el juicio; y es necesario hacer la experiencia amarga del juicio penal para comenzar a comprender la admonición de Jesús. Desgraciadamente, casi todas las palabras de Jesús son todavía incomprendidas. Esas palabras están demasiado cargadas de pensamiento para que nosotros pobres hombres, las podamos gustar. Ellas nos deslumbran como cuando se trata de mirar el sol. Los intérpretes tendrían el oficio de descomponer la luz en un arco iris; pero son, al fin y al cabo, pobres hombres también ellos. Ciertamente, entre las proposiciones del Evangelio, una de las más paradójicas es el nolite iudicare. Todo el ordenamiento del derecho, cuya esencia es el juicio, y del proceso en particular, parece que contradiga a esa proposición. Es natural que aquellos pensadores que se niegan a reconocer valor jurídico alguno al Evangelio, encuentren en la desvalorización del juicio su más firme punto de apoyo. Pero bastaría un poco de experiencia penal para corregir sus ideas. Se ha dicho que el proceso es aquel instituto en el cual se manifiestan todas las deficiencias y las impotencias del derecho; se puede agregar que el penal es la especie que pone mejor de manifiesto las deficiencias y las impotencias del proceso. A medida que la experiencia del proceso penal se profundiza y se afina, se comienzan a apreciar, en el esplendor alucinante de la admonición divina, las líneas de la verdad. Por lo que a mí respecta debo a esa admonición el milagro de haber renacido.

¿Cómo se hace, pues, para distinguir los inciviles de los civiles por medio del frágil juicio humano? La primera cosa que enseña la experiencia penal es que la penitenciaría no es diversa en absoluto del resto del mundo, tanto en el sentido de que la penitenciaría es un mundo como en el sentido de que también el resto del mundo es una gran casa de pena. Eso de que dentro de la penitenciaría haya solamente canallas y fuera de ellas solamente hombres honrados, no es más que una ilusión; como también es una ilusión el que un hombre pueda ser todo canalla o todo persona decente. Oralmente, el proceso penal, entendido en su más amplio sentido, comprensivo del tribunal y del reclusorio, es la más eficaz entre las escuelas de psicología; y, ¿por qué no, también de filosofía? Es esta también una enseñanza de Jesús el cual no desdeñaba sentarse en el mismo banco con los publicanos y con las meretrices; ha sido una meretriz la que, en casa de Simón el fariseo, le ha procurado la alegría de su generosidad, de su devoción, de sus lágrimas; y ha sido un ladrón el que, mientras uno y otro sufrían sobre la cruz, ha esparcido el bálsamo de una palabra de misericordia sobre su corazón traspasado.

Con esto no se niega la necesidad de separar, ya en esta vida, para usar todavía términos evangélicos, las ovejas de los cabritos, los buenos de los malos. Jesús mismo ha reconocido la necesidad de la ley y del Estado; pero toda necesidad es una insuficiencia. En estos coloquios no se ha querido desconocer que del derecho, del proceso, del tribunal, de la penitenciaría, no podemos prescindir; sin ellos, desgraciadamente, los hombres serían todavía peores de lo que son. El prejuicio, por no decir la superstición, contra la que se ha combatido, no es que el derecho sea necesario, sino que el derecho sea suficiente.

 

De  esta  superstición,  desgraciadamente,  está  impregnado  el  pensamiento  moderno. También este es uno de los aspectos de la crisis de la civilidad. Todo se pide y todo se espera del Estado; o sea del derecho, no porque Estado y derecho sean la misma cosa sino porque el derecho es el único instrumento del cual, en último análisis, el Estado se puede servir. Si es verdad que cada fase de la civilización tiene su ídolo, el ídolo de la que estamos atravesando es el derecho.  Nos  hemos  convertido,  en  adoradores  del  derecho.  Ahora  bien,  no  existe  una experiencia tan idónea como la experiencia penal para apartarse de esta idolatría. Las miserias del proceso penal son un aspecto de la miseria fundamental del derecho. Si he tratado de descubrirlas, el sentimiento que me ha guiado no ha sido el de desacreditar una institución, a la cual he dedicado toda mi vida, sino el de poner en guardia contra su apreciación exagerada. No se  trata  de  desvalorizar  el  derecho,  sino  de  evitar  que  sea  supervalorado.  En  suma,  de desengañar al hombre de la calle respecto de este punto: que baste tener buenas leyes y buenos jueces para alcanzar la civilidad.

En fin de cuentas, lo que el derecho podría obtener aun cuando fuese construido y maniobrado del mejor modo posible, es que los hombres se respeten unos a otros. Pero el respeto no hace desaparecer la división; y es esta la que hay que superar. Mientras los hombres se juzgan, permanecen divididos. El respeto, en último análisis, se resuelve en lo mío y en lo tuyo; y también el juicio tiende a esta división. Juicio y respeto, aun cuando no lo parezca, son términos correlativos. Cuando el ex-ladrón se presenta a mi puerta, no le falto al respeto si le respondo que no hay trabajo para él. La ilusión, y hasta la superstición que hay que desarraigar, es la de que, al obrar así, yo sea un hombre civil. Es necesario habituarse a establecer la diferencia entre el hombre jurídico y el hombre civil.

"Más allá del derecho" es la expresión de la civilidad. También en este camino, que se abre más allá del derecho, es Cristo quien nos guía. Más allá del derecho o más allá del juicio, más allá del juicio o más allá del pensamiento, es la misma cosa. Cristo no se ha limitado a decir: no juzguéis; el relato de San Juan a este respecto completa el relato de San Mateo; "no juzguéis" es el precepto negativo de su enseñanza, "amaos como yo os he amado" es su aspecto positivo. Más allá de la justicia de los hombres está la caridad; justicia y caridad son todo uno solamente en Dios. Más allá del respeto está el amor; el amor, solamente, une.

Pero es necesario reconocer que a los hombres no les resulta más fácil amar que juzgar: débil es en nosotros el juicio, pero débil también el amor. Si no hubiese existido esta debilidad, Cristo no habría tenido razón para venir sobre la tierra. En la mejor hipótesis, cada uno de nosotros tiene en el corazón una dosis mínima de amor. Cada uno de nosotros es un pabilo humeante; antes que en los otros es en nosotros donde la llama debe ser reavivada. Cristo nos ha enseñado que los pobres han venido al mundo para esto. Cuando en el discurso del juicio final, se ha identificado con ellos, diciendo que el bien que se hace al hambriento, al sediento, al desnudo, al peregrino, al enfermo, al preso se hace a él, ha identificado en el pobre un delegado de Dios. ¿Delegado a qué fin? Al fin, precisamente, de enseñarnos a amar.

El viandante por el camino de Jericó ha sido agredido, depredado y golpeado por los ladrones, en la divina economía de la historia, para que el samaritano probase en él su compasión, de igual manera Marla Bauly, estaba agonizando ante la gruta de Massebille a fin de que Alexis Carrel abriese su mente a la omnipotencia de Dios. La compasión es el preludio del amor.

También en la pobreza se manifiesta la diversidad, sirena del mundo del discurso sobre el juicio final la clasifica, precisamente, en seis especies diversas. Entre estas la pobreza del preso es sin duda la que menos parece reclamar la caridad. El preso hay que admitirlo, repugna como el leproso. La suya es una pobreza oculta, en comparación con la del pobre y con la del enfermo; según una observación superficial nadie llama pobre a un malvado. La cosa cambia de aspecto cuando la observación se hace más profunda y descubre en el malvado un necesitado de amor. Tal es el descubrimiento que permite hacer la experiencia penal. Y es un descubrimiento fundamental para nuestra salvación. Vienen a la luz así las raíces de la pobreza y de la caridad.

Cuando, a través de la compasión, he llegado a reconocer en el peor de los presos un hombre, como yo, cuando se ha disipado aquel humo que me permitía creer ser mejor que él; cuando he sentido posarse también sobre mis hombros la responsabilidad de su delito; cuando hace años, en una meditación del Viernes Santo, ante la Cruz, he sentido gritar dentro de mí: "Judas es tu hermano", entonces he comprendido no solo que los hombres no se pueden dividir en buenos y malos, sino que tampoco se pueden dividir en libres y presos, porque hay fuera de la cárcel prisioneros más prisioneros de los que están dentro de ella, y los hay, dentro de la cárcel, más libres cuando están en la prisión que los que están fuera. Presos lo estamos todos, más o menos, entre los muros de nuestro egoísmo; quizás, para evadirse, no hay ayuda más eficaz que

la que nos pueden ofrecer aquellos pobres que están materialmente encerrados dentro de los muros de la penitenciaría. Una vez más tiene razón el padre Charles: "¿Quién piensa en decir gracias, en vez de al rico, cuando hace la limosna, al pobre cuando la pide?". No habría creído nunca cuando, todavía casi una criatura comencé a frecuentar el proceso penal, que habría de recibir de él tanto bien.

Después de todo, no es más que un acto de gratitud de todo, no es más que un acto de gratitud el que he realizado con estas conversaciones. No se puede recibir tanto bien sin tratar de dar parte también a los otros. Cada vez me persuado más de aquello que me ha llevado a conocer las cosas, que he tratado de explicaros, ha sido un privilegio. Se trata, para mí, de pagar la deuda contraída al recibir este privilegio. Dice un singular poeta español que "solo la monedita del alma
se pierde si no se da". Los tesoros de la materia se custodian, pero los del espíritu se consumen encerrándolos en un cofre. Ahora, al despedirme de vosotros, me siento más ligero.

LAS MISERIAS DEL PROCESO PENAL. CAPITULO XI. LA LIBERACIÓN.

 XI

LA LIBERACIÓN

 

Finalmente,  para  el  preso,  llega  el  día  de  la  liberación.  Y  entonces,  el  proceso verdaderamente ha terminado.

Es decir: el día de la liberación puede llegar de seguro; pero a condición de que se entienda la verdadera liberación de la prisión, que es nuestra finitud, y no quiero tampoco decir de nuestro egoísmo, ya que basta decir de nuestro yo; la puerta está siempre abierta para evadirse y no son necesarios grandes esfuerzos a tal objeto; basta sentir el peso de nuestra soledad y con él la necesidad del otro que está próximo; cuando se siente la necesidad del otro se termina por sentir la necesidad de Dios. Muchos conciben a Dios como infinitamente distante y se imaginan que es necesario para alcanzarlo un interminable camino; pero no recuerdan la respuesta que Él a dado a Blas Pascal: puesto que me buscas, me has encontrado ya. Dios está siempre próximo al hombre; lo infinito está al borde de lo finito; no es necesario más que reconocerlo, lo que, probablemente, en la cárcel es más fácil que fuera. Una vez reconocido, la cárcel se convierte en un alcázar. En este sentido, verdaderamente, la liberación está al alcance de la mano de todo condenado. No existen ni rejas ni guardianes que le puedan privar de liberarse. Pero no es de esto de lo que ahora quiero hablar. La ocasión vendrá dentro de poco.

Porque si, por el contrario, la liberación se entiende en sentido físico, en lugar de espiritual, su día puede también no llegar. El pensamiento corre ahora al ergástulo, reclusión que dura por toda la vida: al ergastulano la puerta de la cárcel no se le abre sino para dejar pasar su cadáver. Esto quiere decir que para él, el proceso no tiene fin. Y puesto que la penitenciaría es, o debería ser, un sanatorio para recuperar las almas enfermas, la condena al ergástulo es la declaración de que el alma de un hombre está perdida para siempre. El tono lúgubre de estas palabras inspira un sentido de horror; pero no para aquel a quien están dirigidas, sino para aquel que las ha pronunciado. La Corte de casación italiana en secciones unidas, que es la más alta expresión de la justicia humana en nuestro país, no solo ha negado, hace pocos meses lo inhumano del ergástulo cuanto la seriedad de quien ha sostenido ese carácter inhumano. Paciencia. No hay que levantarse ni inquietarse contra este juicio. También la Casación es un juez, y como todos los jueces, puede equivocarse. Desgraciadamente, los jueces yerran tanto más fácilmente cuanto más seguros se crean de no yerran. Mientras el magisterio de la Iglesia, si con el proceso de beatificación declara la certeza de elevación de un santo al paraíso, no conoce un proceso dirigido a verificar el precipicio de un réprobo al infierno, y los teólogos, temerosos de escrutar en el corazón de los hombres y más aún en el corazón de Dios, no osan afirmar la condena al infierno ni siquiera de Judas, la magistratura italiana, por la voz de su órgano más insigne, ha declarado conforme a la humanidad el que un hombre sea condenado para toda la vida, esto es, que la pena de la reclusión, como la del infierno, no tenga nunca fin. Si fuera necesario una prueba más de la miseria del proceso, la misma nos ha sido proporcionada.

Pero también para los reclusos no condenados al ergástulo, puede ocurrir que no llegue el día en que salgan vivos, de la prisión. Un terrible aspecto de la condena a la reclusión, aún por un período breve, es este de que nadie está seguro de no morir dentro de aquel período. Esto basta para decir que el proceso penal, el cual no cesa con la condena sino que sigue con la expiación, puede durar hasta la muerte. La eventualidad de la muerte en la cárcel es el riesgo más grave del encarcelamiento. Y no porque una interpretación benévola de la disciplina carcelaria no consienta al moribundo el último saludo de sus seres queridos, sino porque aquel morir le trunca la esperanza del retorno al consorcio humano. Esta, la esperanza de entrar de nuevo en el consorcio humano, de despojarse finalmente del horrible uniforme, de asumir de nuevo el aspecto del hombre libre, de retomar su puesto en la sociedad, es el oxígeno que alimenta al preso. Desde el momento en que ha entrado en la prisión, esta es la razón de su vida. En privarlo de ella, está lo inhumano de la condena por toda la vida. El condenado a ergástulo no tiene ni siquiera la conformación de contar los días. Y la de contar los días es la vida del preso.

Pero, desgraciadamente, en la mayor parte de los casos también este esperar es falaz. El proceso, sí, con la salida de la prisión está terminado. Pero la pena, no: quiero decir el sufrimiento y el castigo.

Se puede pensar, especialmente en cuanto a las condenas de larga duración, en las dificultades ocasionadas al liberado de la cárcel por el cambio de las costumbres, de las relaciones interrumpidas, de los ambientes modificados todo esto no puede dejar de determinar una crisis, que podría también llamarse la crisis del renacimiento. Si no fuese porque esto, sin embargo, sería poca cosa.

Por el contrario, en la mayor parte de los casos, no se trata de una crisis. La cuestión es mucho más grave. El preso, al salir de la prisión, cree no ser ya un preso; pero la gente, no. Para la gente él es siempre un preso, un encarcelado; a lo más, se dice ex-carcelado; en esta fórmula está la crueldad y está el engaño. La crueldad está en pensar que, tal como uno ha sido, debe continuar siendo. La sociedad clava a cada uno a su pasado. El rey, aun cuando según el derecho no sea ya rey, es siempre rey; y el deudor, aun cuando haya pagado su deuda, es siempre deudor. Este ha robado; lo han condenado por esto; ha cumplido su pena, pero...

En ese pero, decía, está la crueldad y está el engaño. Pero podría robar todavía: ergo, yo no le doy trabajo. Así razona la gente. Y nada cuenta que, al razonar así, ante todo, en lugar de razonar se aparte de todo razonamiento; si razonase, se daría cuenta de que no ya el futuro depende del pasado, sino el pasado del futuro; si esto no fuese verdad, se negaría la redención e incluso la resurrección. La fórmula del ex resulta sacrílega precisamente por esto. Pero los hombres, que lo ven todo al revés, continúan estando persuadidos de que cada uno seguirá siendo como ha sido; y no la gente vulgar solamente, sino también los hombres de gran cultura, e incluso aquellos que hacen profesión de cristianismo. De cualquier manera, y aunque este fuese un razonar justo, olvidarían ellos que, cuando se llega a un cierto punto, no basta razonar; la razón es necesaria; pero no es suficiente. Si no existiese más que la razón, no existiría la caridad. La caridad, esencialmente, es locura. Si San Francisco hubiese razonado, ¿habría nunca besado al leproso, con el riesgo de contraer el contagio? Ciertamente, eso de tomar a su servicio un ex- ladrón en el propio establecimiento o en la propia casa, es un riesgo; podría estar pero también podría no estar curado. ¡El riesgo de la caridad! Y la gente razonable trata de evitar los riesgos. In dubis abstine. Así el ex-ladrón queda sin trabajo. Llama a esta puerta; llama a aquella otra: son todas personas razonables las que podrían darle el modo de ganarse el pan. Estas personas razonables quieren quedar garantizadas; para su garantía ¿no se ha instituido el certificado penal? ¡Fuera, pues, el certificado penal! El ex-ladrón, así, está marcado en la frente: ¿quién ha de darle trabajo? ¡Ah las ilusiones de la cárcel, cuando se contaban ansiosamente los días que faltaban para la liberación! ¿El Estado? El Estado es un ser razonable también. Cuando se trata de proclamar los principios, especialmente en régimen de democracia, el Estado es el primero en dar el ejemplo: "el imputado no es considerado culpable mientras no sea condenado por sentencia definitiva"; "Italia es una República fundada sobre el trabajo"; “La República tutela el trabajo en todas sus formas". Pero cuando se trata de tutelar sus intereses, también el Estado arruga la frente. Un empleado público está bajo la sospecha de haberse apropiado de los fondos del erario y es sometido a proceso penal; puede ocurrir que no sea cierto; puede también tratarse de poca cosa; puede ser que él se haya encontrado cargado de familia, en los tiempos que corren, en una situación desesperada. Puede ser, pero la ley es la ley: mientras tanto, suspendido de empleo y sueldo hasta la sentencia definitiva; la Constitución lo considera todavía inocente, pero un inocente que no tiene ya derecho a ganarse el pan. Se sigue el proceso y se le infligen tres años de reclusión; si este es su castigo, una vez transcurridos, debería volver a ser aquello que era antes; en cambio, no: el empleo queda definitivamente perdido; para él, la salida de la cárcel es el principio en vez del final de un calvario. Un maestro, afectado por una condena, no puede volver a trabajar como maestro, después de haberla cumplido. Un capitán de barco, salido de la prisión, no puede volver a ejercer nunca su profesión. No son ejemplos inventados; los he tomado los tres, de mi experiencia más reciente. Por lo demás, no habría ni siquiera necesidad de ello, porque se trata de cosas más que sabidas por todos: ¿quién ignora que para aspirar a un empleo público, es necesario que el certificado penal sea limpio?

Y ni siquiera se puede discutir que esta es la exigencia más razonable de este mundo. Ni que, si el Estado se comporta así, los ciudadanos no tienen razón para imitarlo. Solo, en términos de razón, igualmente se debe reconocer que esto del preso, que cuenta los días soñando en la liberación, es nada más que un sueño; serán necesarios muy pocos días después que la puerta de la prisión se haya abierto, para despertarlo. Entonces, desgraciadamente, día por día su visión del mundo se invierte: en fin de cuentas se estaba mejor en galeras. Este lento deshojarse de su ilusión; este cambio de las posiciones, este disgustarse de la que él creía ser la libertad, este retornar del pensamiento a la prisión, como a aquella que es, actualmente, su casa, se describe magníficamente en una conocida novela de Hans Fallada; pero la gente no debe creer que sean situaciones creadas por la fantasía del escritor: la invención corresponde, desgraciadamente, a la realidad.

Y tampoco aquí, debemos decirlo una vez más, se quiere protestar en absoluto contra la realidad. Basta con conocerla. El resultado de haberla conocido es este: la gente cree que el proceso penal termina con la condena, y no es verdad; la gente cree que la pena termina con la salida de la cárcel, y no es verdad; la gente cree que el ergástulo es la única pena perpetua y no es verdad. La pena, si no propiamente siempre, en nueve de cada diez casos, no termina nunca. Quien ha pecado está perdido. Cristo perdona, pero los hombres no.

LAS MISERIAS DEL PROCESO PENAL. CAPITULO X. EL CUMPLIMIENTO DE LA SENTENCIA

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EL CUMPLIMIENTO DE LA SENTENCIA

 

Como quiera que sea, absolución o condena, el proceso termina cuando el juez ha dicho la última palabra.

También esta es una impresión, al menos en parte, falaz. Termina, es cierto, con la absolución: quiero decir, cuando la absolución se convierta en cosa juzgada. Y dejemos estar si es justo que ocurra así; es siempre posible que más tarde surjan nuevas pruebas, de las cuales resulte con certeza que el imputado absuelto era culpable; el por qué, en este caso, él debía gozar de la impunidad, es algo que difícilmente se comprende; pero no es la crítica de la ley lo que yo quiero hacer desde este púlpito.

En cambio, en el caso de condena, el proceso no termina en absoluto. Cuando se trata de condena, nunca está dicha la última palabra: el imputado absuelto, aun cuando surjan nuevas pruebas contra él, está actualmente, bien o mal, a seguro; pero el condenado, en ciertos casos (y dejemos estar, también aquí la crítica de la ley, que es igualmente, en este aspecto, muy imperfecta) tiene derecho a la revisión o sea, con muchas cautelas, a la reapertura del proceso.

Como quiera que sea, y aun prescindiendo de esta reviviscencia, la condena no significa en absoluto el final del proceso: quiere decir, por el contrario y a diferencia de la absolución, que el proceso continúa; solamente que su sede se transfiere del tribunal a la penitenciaría. Lo que se debe entender es que también la penitenciaría está comprendida, con el tribunal, en el palacio de justicia. Es una idea esta que nada tiene de clara aun en la mente de los juristas; pero debe ser aclarada en interés de la civilidad. Incluso aquí se presenta el nudo del problema en el terreno de la civilidad.

Le ocurre a la gente, incluidos los juristas, en cuanto a la condena, algo de análogo a lo que ocurre cuando un hombre muere: el pronunciamiento de la condena, con el aparato que todos conocen, más o menos, es una especie de funeral; terminada la ceremonia, una vez que el imputado sale de la jaula y lo toman en su poder los carabineros, se reanuda para cada uno de nosotros la vida cotidiana y, poco a poco, en el muerto no se piensa más. Bajo un cierto aspecto se puede también asemejar la penitenciaría al camposanto; pero se olvida que el condenado es un sepultado vivo.

No es necesario mucho para comprender que, en vez de camposanto, debería ser un hospital; pero basta haber entendido esto para descubrir el error de quien piensa que, con la condena, el proceso haya terminado. La condena, mirándolo bien, no es más que una diagnosis: ¿no es también la diagnosis un juicio? El médico cuando, al final de sus investigaciones, establece la existencia de la enfermedad, pronuncia también él una sentencia, y hasta una condena; también a él le ocurre, lo mismo que al juez, absolver o condenar, según que contemple en el paciente un sano o un enfermo. Pero ¿a quién se le ocurre que el médico, con la diagnosis haya llenado su cometido? El juez, con la sentencia de condena, hace la diagnosis y prescribe la curación: también la curación, pues, es obra de justicia; ¿o es que tal obra debe detenerse cuando ha comprobado que alguno es un delincuente sin preocuparse de hacer todo cuanto es posible a fin de que se convierta en un hombre honrado?

La penitenciaría es, verdaderamente, un hospital, lleno de enfermos del espíritu, en lugar de enfermos del cuerpo, y, alguna vez, también del cuerpo; pero ¡qué hospital tan singular! En el hospital, antes que nada, el médico, cuando se da cuenta de que la diagnosis es equivocada, la corrige y rectifica la curación. En la penitenciaría, en cambio, está prohibido actuar así. No es un hospital, donde no existan médicos ni enfermeras: el director de la penitenciaría y los otros, que le ayudan en la dirección, no están desprovistos en absoluto de aquellos conocimientos que puedan servir para el conocimiento de sus enfermos; y a menudo atienden a ello con inteligencia, con paciencia y hasta con abnegación. Sin embargo, a estos médicos la diagnosis del juez les está impuesta con la autoridad, precisamente, de la cosa juzgada; la experiencia de la marcha de la enfermedad no cuenta para nada: el juez ha dicho diez, veinte, treinta años, y diez, veinte, treinta deben ser, aun cuando la experiencia demuestre que son demasiados o que son demasiado pocos porque, aun antes del período establecido, el enfermo ha recuperado la salud o bien, por el contrario, el período ha transcurrido inútilmente.

Dicen, fácilmente, que la pena no sirve solamente para la redención del culpable sino también para la admonición de los otros, que podrían ser tentados a delinquir y que por eso se los debe asustar; y no es este un discurso que deba tomarse a broma; pues al menos deriva de él la conocida contradicción entre la función represiva y la función preventiva de la pena: lo que la pena debe ser para ayudar al culpable no es lo que debe ser para ayudar a los otros; y no hay, entre estos dos aspectos del instituto, posibilidad de conciliación. Lo menos que se puede concluir de ello es que el condenado, el cual, aun habiendo quedado redimido antes del término fijado para la condena, continúa en prisión porque debe servir de ejemplo a los otros, es sometido a un sacrificio por interés ajeno; este se encuentra en la misma línea que el inocente, sujeto a la condena por uno de aquellos errores judiciales que ningún esfuerzo humano conseguirá nunca eliminar. Bastaría para no asumir frente a la masa de los condenados aquel aire de superioridad que desgraciadamente, más o menos, el orgullo, tan profundamente anidado en lo más íntimo de nuestra alma, inspira a cada uno de nosotros; ninguno, verdaderamente sabe, en medio de ellos, quién sea o no sea culpable y quién continúe o no continúe siendo.

Como quiera que sea, aun cuando la pena debe servir para asustar a los otros, debería al mismo tiempo servir para redimir al condenado; y redimirlo quiere decir curarlo de su enfermedad. A cuyo fin se debería saber en qué consiste su enfermedad. Aquí las cosas que se han de decir son las más simples y las más amargas; mientras la medicina del cuerpo ha realizado progresos maravillosos, la medicina del espíritu se encuentra todavía en un estadio infantil. Cristo, hasta ahora, sobre este tema, ha predicado en el desierto. Al colocar al preso, junto al enfermo, en la cima de la escala de los pobres. Él ha dicho bien claro que la delincuencia es una forma de pobreza: al hambriento le falta la comida, el agua al sediento, el vestido al desnudo, la casa al vagabundo, la salud al enfermo; ¿que es lo que le falta, pues, al preso? Cristo, al invitarnos a visitarlo ha hablado claro: la visita es un acto de amistad. Es muy simple: ¿no es el delito, en cambio, un acto de enemistad? Parece imposible que el estudio del delito haya presentado tantas dificultades y tantas complicaciones. ¿Cómo no recordar las otras palabras de Cristo: "te doy las gracias, Padre, porque estas cosas las has revelado a los pequeños y las has ocultado a los sabios"? Es necesario ser pequeños para comprender que el delito se debe a una falta de amor. Los sabios buscan el origen del delito en el cerebro; los pequeños no olvidan que, precisamente como ha dicho Cristo, los homicidios, los robos, las violencias, las falsificaciones vienen del corazón. Es al corazón del delincuente al que, para curarlo, debemos llegar. Y no hay otra vía para llegar a él sino la del amor. La falta del amor no se colma más que con el amor. "Amor che a nullo amato amar perdona". La cura de la que el preso tiene necesidad es una cura de amor.

¿Y el castigo? La pena, sin embargo, debe ser un castigo. De acuerdo; pero el castigo no es en absoluto incompatible con el amor. El padre que no emplea el bastón no ama al hijo, se dice en la Biblia. El castigo, para un corazón de padre, exige más amor que el perdón, precisamente porque, al castigar al hijo, se castiga a sí mismo; no hay corazón de padre que no sangre por el sufrimiento del hijo. El amor por el condenado no excluye en absoluto la severidad de la pena. Bajo este aspecto, por fortuna, no existen antinomias en el instituto de la pena, sino solamente una batalla a combatir, en nombre de la civilidad.

La batalla no es por la reforma de la ley sino por la reforma de la costumbre. La ley, especialmente con las modificaciones más recientes, hace por el condenado lo que puede. No es necesario pretender todo del Estado. Desgraciadamente este es uno de los hábitos que se van consolidando cada vez más entre los hombres; y también este es un aspecto de la crisis de la civilidad. Sobre todo no se debe pedir al Estado lo que el Estado no puede dar. El Estado puede imponer a los ciudadanos el respeto, pero no les puede infundir el amor. El Estado es un gigantesco robot, al cual la ciencia le ha podido fabricar el cerebro pero no el corazón. Le corresponde al individuo sobrepasar los límites, en los cuales debe detenerse la acción del Estado. Al llegar a un cierto punto, el problema del delito y de la pena deja de ser un problema jurídico  para  seguir  siendo  solamente,  un  problema  moral.  Cada  uno  de  nosotros  está comprometido, personalmente, en la redención del culpable y responde de ella. A darle, en último análisis, tal conciencia y a hacerle sentir tal responsabilidad están dirigidas estas conversaciones. Ya desde el principio, mientras se desarrolla el proceso para la comprobación del delito, antes, en suma, de la absolución o de la condena, el comportamiento de cada uno de nosotros puede tener una influencia notable para facilitar su curso y, en todo caso, para disminuir los sufrimientos que el proceso ocasiona. En otros términos, cada uno de nosotros es un colaborador invisible de los órganos de la justicia. Pero, hasta la condena, puede bastar el respeto.

Después de la condena no basta ya. El condenado es el pobre, por excelencia, en su desnudez. No hay una necesidad más angustiosa que la necesidad del amor. Es necesario verlos, dentro del burdo uniforme a grandes rayas, hecho para separarlos de los otros hombres, alzar sobre nosotros una mirada, en la cual se expresa, aun cuando trate de ocultarse, el sentido mortífero de su inferioridad, para comprender el bien que puede proporcionar a ellos una sonrisa, una palabra, una caricia. Un bien del cual en un primer momento no se dan cuenta. Al cual incluso pueden, al principio, tratar de resistir, pero que después, poco a poco, se insinúa en ellos, se apodera de ellos, los conquista, los endulza, exprime de su corazón sentimientos que parecían sepultados y de sus labios palabras que parecían olvidadas. Es necesario haber vivido esta experiencia para comprender que nuestro comportamiento frente a los condenados es el índice más seguro de nuestra civilidad.

LAS MISERIAS DEL PROCESO PENAL. CAPITULO IX. LA SENTENCIA PENAL

IX

LA SENTENCIA PENAL

 

Reconstruida la historia, aplicada la ley, el juez absuelve o condena. Dos palabras que se oye pronunciar continuamente, pero cuyo significado profundo es necesario descubrir.

Deberían querer decir: el imputado es inocente o culpable. El juez debe, sin embargo, escoger entre el no del defensor y el sí del ministerio público. Pero ¿y si no puede escoger? Para escoger debe haber una certeza, en sentido negativo o en sentido positivo: ¿y si no la hay? Las pruebas deberían servir para iluminar el pasado, donde antes había oscuridad: ¿y si no sirven? Entonces dice la ley, el juez absuelve por insuficiencia de pruebas; ¿y qué quiere decir eso? No que el imputado es culpable, pero tampoco que es inocente; cuando es inocente, el juez declara que no ha cometido el hecho o que el hecho no constituye delito. El juez dice que no puede decir nada, en estos casos. El proceso se cierra con un nada de hecho. Y parece la solución más lógica de este mundo.

Bien: ¿pero y el imputado? Que uno sea imputado quiere decir que probablemente, ya que no ciertamente, ha cometido un delito; el proceso o, mejor, el debate sirve, precisamente, para resolver la duda. En cambio, cuando el juez absuelve por insuficiencia de pruebas, no resuelve nada: las cosas quedan como antes. La absolución por no haber cometido el hecho o porque el hecho no constituye delito, cancela la imputación; con la absolución por insuficiencia de pruebas, la imputación subsiste. El proceso no termina nunca. El imputado continúa siendo imputado por toda la vida. ¿No es un escándalo también esto? Nada menos que una confesión de la impotencia de la justicia. Pero ¿puede la justicia confesarse impotente? Y, sin embargo, si lo es, ¿no es justa la confesión? ¿No sería peor si el juez declarase la inocencia o la culpabilidad cuando no está convencido de la una ni de la otra? La sentencia se resolvería en una mentira. El proceso llega así a un callejón sin salida, del cual no es posible escapar. O mentir o declarar la quiebra: una vía intermedia no existe. Y no se puede censurar ni a las leyes ni a los hombres: así es la necesidad y lo que se puede decir es solamente que, también a este respecto, el proceso penal es una pobre cosa; y debemos sacar de ello las consecuencias en cuanto al comportamiento a observar respecto de aquellos que resultan afectados.

Tanto más grave es la deficiencia, que ahora se ha puesto en claro, en cuanto si el imputado no es culpable, la declaración de su inocencia es el único modo para reparar el daño que injustamente se le ocasionó. Verdaderamente, si no ha cometido el delito, quiere decir no tanto que debe ser absuelto cuanto que no debía ni siquiera ser imputado. No habrá existido malicia por parte de quien lo ha sospechado; habrá sido uno de aquellos errores a los cuales, desgraciadamente, nosotros los hombres estamos irreparablemente sujetos; la culpa será de las circunstancias que han engañado a la policía, al ministerio público, al juez instructor; pero, en suma, ha existido un error; la sentencia de absolución por no haber cometido el hecho o por inexistencia de delito contiene no solamente la declaración de la inocencia del imputado sino, al mismo tiempo, la confesión del error cometido por aquellos que lo han arrastrado al proceso. Por poco que se reflexione, aparece claro que los errores judiciales, aun de gran importancia, son mucho más numerosos de lo que se cree. Todas las sentencias de absolución, excluida la absolución por insuficiencia de pruebas, implican la existencia de un error judicial. La gente, cuando oye hablar de error judicial, piensa en el pobre Panadero, esto es, en el error descubierto después de la condena, durante la expiación e incluso cuando el condenado ha terminado de penar.  Estos  son,  ciertamente,  los  casos más  dolorosos;  pero forman  parte  de  una  serie incomparablemente más numerosa. Con las estadísticas en la mano, y puesto que todas las providencias de absolución se resuelven en la comprobación de un error judicial, vendrían a la luz que harían estremecer.

La gente, cuando el juez absuelve, especialmente en los procesos célebres, ensalza a la justicia; y tiene razón, porque es siempre una fortuna y un mérito darse cuenta del error; pero entretanto el error ha ocasionado sus daños ¡y que daños! Estos daños ¿quién los repara? No se debe  confundir,  ciertamente,  la  culpa  con  el  error  profesional;  esto  quiere  decir  que  las equivocaciones, que no se deban atribuir a impericia, a negligencia a imprudencia, sino, por el contrario, a la insuperable limitación del hombre, no dan lugar a responsabilidad de quien las comete; pero es precisamente esta irresponsabilidad la que señala otro aspecto en demérito del proceso penal. Es un hecho que este terrible mecanismo, imperfecto e imperfectible, expone a un pobre hombre a ser llevado ante el juez, investigado, no pocas veces arrestado, apartado de la familia y de los negocios, perjudicado por no decir arruinado ante la opinión pública, para después ni siquiera oír que se le dan las excusas por quien, aunque sea sin culpa, ha perturbado y en ocasiones ha destrozado su vida. Son cosas que, desgraciadamente suceden; y una vez más, aun sin protestar, ¿no deberemos al menos reconocer la miseria del mecanismo, que es capaz de producir estos desastres, y que es hasta incapaz de no producirlos? Menos mal cuando el error es reconocido relativamente pronto, antes del debate, con la absolución por parte del juez instructor o, a lo más, al final del debate de primer grado; pero no son raros los casos en los cuales, después de una primera condena, la absolución llega más tarde, al final de un vía crucis, que no es raro dure algunos años: aquel diplomático italiano, que fue acusado de haber matado a la mujer en Thailandia, ha pasado catorce años en prisión preventiva antes de que, con la absolución pronunciada, hace tiempo, por la Corte de apelación de Bolonia, se haya reconocido su inocencia.

Es pues, precisamente la hipótesis de la absolución la que descubre la miseria del proceso penal, el cual, en tal caso, tiene el único mérito de la confesión del error. El error del cual la gente no se da cuenta, y no solo los hombres de la calle, sino incluso los expertos del derecho: no conozco un jurista, con excepción de quien os habla, que haya advertido que toda sentencia de absolución es el descubrimiento de un error. De este modo, o por negligencia o por falso pudor, se ocultan las miserias del proceso penal que deben, en cambio, ser conocidas y sufridas a fin de que se califique, como se debe, a la justicia humana.

Por el contrario, cuando el juez está convencido de la culpabilidad del imputado, entonces condena. Pero ¿y si se hubiese equivocado? La amenaza del error pende, como la espada de Damocles, sobre el proceso. Resuena, en el fondo de toda sentencia, la divina admonición: "no juzguéis". La ley hace lo que puede para garantizar la sentencia contra el error. No se trata aquí de someter a una crítica las medidas que la ley toma a este respecto. Y tampoco de describirlas: la gente sabe, poco más o menos que la sentencia de primer grado puede ser revisada por el juez de apelación, y la sentencia de apelación por la corte de casación: y no sería en absoluto útil explicar este mecanismo complicado y tampoco hacer observar sus graves y, después de todo, irremediables defectos. No se debe desconocer que, no obstante estos defectos, el mecanismo hasta  un  cierto  punto  sirve  para  garantizar  el  proceso  contra  el  error:  hasta  el  punto, aproximadamente, en que es posible; pero una garantía absoluta no se puede dar. También el juicio de los jueces superiores está expuesto, como el de los jueces inferiores a este peligro, tanto más que si de un lado, ellos se encuentran, respecto de aquellos, en una posición ventajosa, de otro lado, especialmente en cuanto al juicio histórico, los medios de que dispone son todavía más imperfectos; basta pensar que en el proceso de apelación, de ordinario, no son examinados de nuevo los testigos y el juicio se forma sobre las actas, las cuales no dan ni pueden dar de los testimonios más que una representación mutilada, a menudo deformada, y hasta incomprensible.

Sin embargo, al llegar a un cierto punto, es necesario terminar. El proceso no puede durar eternamente. Es un final por agotamiento, no por obtención del objeto. Un final que se asemeja a la muerte más que al cumplimiento. Es necesario contentarse. Es necesario resignarse. Los juristas dicen que, al llegar a un cierto punto, se forma la cosa juzgada; y quieren decir que no se puede ir más allá. Pero dicen también: res iudicata pro veritate habetur, la cosa juzgada no es la verdad, pero se considera como verdad. En suma, es un subrogado de la verdad. Estas cosas, que los juristas saben, también los demás las deben saber. Después de todo, es fácil que, con aquel aparato solemne de la cátedra, de las togas, de la jaula, de los penachos de los carabineros detrás del presidente, del ministerio público que acusa, de los abogados que defienden, del público que asiste tenso y apasionado, aquellos se hagan la ilusión de que la que sale de los labios de los jueces, al final, sea la verdad. Y puede también ocurrir que sea la verdad; sin embargo, nadie lo sabe; puede ser así, pero puede también no serlo.

En Asis, un día, hablando del preso, lo he definido con estas palabras: uno que puede ser culpable. He tenido la impresión de que quienes me escuchaban hayan quedado horrorizados. Pero son las cosas que se deben saber a los fines de la civilidad.